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El cine

El cine siempre fue nuestro escape juvenil. Ya les he contado que aprendí a manejar, gracias a Carmelo Reyes, que era un mecánico magnífico, una máquina Ossa de carbones, de 35 milímetros, una máquina de las que proyectaban películas en cualquier cine de la época. Mi padre, de joven, para sacarse unas perras, hacía de acomodador en el Cine Numancia de Santa Cruz; o sea, que la industria nos era familiar. No sé qué hacía mi padre en Santa Cruz, pero al menos él lo contaba y no tengo por qué dudar de su palabra. El Cine Topham, en el Puerto, disponía de un gallinero de escalones, que olía a pescado salado. ¿Saben por qué? Porque la sal y las escamas se quedaban pegadas en las gomas de las alpargatas del ocho de los pescadores, que incluso fumaban en esos escalones los cigarros Kruger. Aquellos de: “No, gracias, fumo Kruger”. El Cinema Olympia tenía unas compuertas en el techo, que en verano se abrían para evitar -en lo posible- el olor a patas de los presentes. Una vez, la compuerta se abrió de improviso y cayó una señora sobre los espectadores; una señora que estaba viendo la película por una rendija del techo. Así se ahorraba la entrada. No le ocurrió nada grave, sólo el susto. Se conoce que la gente estaba en tensión con la trama y soportó bien el golpe. Cuando en la película aparecía Cantinflas, el público se echaba a reír antes de que el cómico pronunciara una sola palabra. Y cuando Tom Hernández, actor secundario originario del Puerto de la Cruz, ejercía -de malo- en una película del Oeste, la gente del gallinero del Topham pataleaba, en su intento de evitar que el sheriff que lo perseguía lo hiciera preso. Había personajes curiosos entre los empleados de los cines: el Cheché, el Pupú, el Jollín y el Petudo. Gente de antes.

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