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¡Hola, chicos!

El otro día me senté en un bar con una amiga y la camarera, haciendo uso con toda el alma de su exceso de confianza, nos preguntó: “¡Hola, chicos!, ¿qué van a tomar?”. “Nada”, le respondí, “¿acaso fuimos al colegio juntos?, porque no recuerdo tu cara, ni tu nombre”. El confianzudeo anti profesional es tan insoportable que yo he perdido la esperanza de poder dominarlo. El tuteo contumaz y atrevido que domina la calle soy incapaz de encajarlo y por eso he decidido no salir. Los excesos del proletariado me molestan sobremanera y ya no puedo soportarlos, hasta el punto de que he decidido aislarme socialmente y ni siquiera entregar la declaración de la renta, más que nada porque no llego al mínimo. Estoy a punto de declararme objetor fiscal, a la vista del gasto público y la mamandurria, sobre todo cuando leo que una tal Irene Montero, ministra de no sé qué, antes cajera de supermercado, se ha gastado 28.000 euros míos -y de usted- en irse con una amiga a Nueva York. Lo siento, pero yo me tengo que defender de la arbitrariedad. Y ese “¡hola, chicos!” me llegó al alma; y para escuchar a una confianzuda recitarme un saludo de mocosos yo me quedo en mi casa, donde el cortado me lo pongo yo, que no tengo necesidad de saludarme a mí mismo. Claro que es mucho peor cuando el mozo es un venezolano que a ti te llama “don” y a tu acompañante “doñita”. Entonces me sitúo a las puertas del suicidio, saco la daga y esbozo el harakiri. “¿Qué va a tomar la doñita”?, te suelta el gaznápiro, con cara de besugo al horno, criado en Barquisimeto, de padres canarios. No, mijo, me quedo definitivamente en casa, donde no hay más doñita que mi perra, Mini, que ladra mejor que la jerga del camarero guaro.

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