en la frontera

La dignidad de las personas

Con el paso del tiempo, se ha ido perfilando con mayor claridad y se ha ido haciendo cada vez más explícita una idea que ha Estado siempre presente de un modo u otro en el pensamiento democrático. Es esta: el fundamento del Estado democrático hay que situarlo en la dignidad de la persona. No hacerlo así y situarlo en planteamientos clientelares o de permanencia en el poder, da los amargos resultados que ahora estamos sufriendo en tantas partes del mundo en términos de desigualdad social o de sectarismo. En este sentido, la persona se constituye en centro de la acción pública. No la persona genérica o una universal naturaleza humana, sino la persona concreta, cada individuo, revestido de sus peculiaridades irreductibles, de sus coordenadas vitales, existenciales, que lo convierten en algo irrepetible e intransferible, precisamente en persona, en esa magnífica sustancia individual de naturaleza racional de la que hablara hace tanto tiempo Boecio. Cada persona es sujeto de una dignidad inalienable que se traduce en derechos también inalienables, los derechos humanos, que han ocupado, cada vez con mayor intensidad y extensión, la atención de la política democrática de cualquier signo en todo el mundo. En este contexto es donde se alumbran las nuevas políticas públicas, que pretenden significar que es en la persona singular en donde se pone el foco de la atención pública, que son cada mujer y cada hombre el centro de la acción pública. Y en el campo de los derechos fundamentales de la persona, nombre con el que se denominan los derechos humanos al interior de los Estados, hoy cobra especial fuerza la perspectiva participativa, además como derecho componente del fundamental a la buena administración pública. Esta reflexión ha venido obligada no sólo por los profundos cambios a los que venimos asistiendo en nuestro tiempo, especialmente en tiempos de emergencia sanitaria. Cambios de orden geoestratégico que han modificado, parece que definitivamente, el marco ideológico en que se venía desenvolviendo el orden político vigente para poblaciones muy numerosas. Cambios tecnológicos que han producido una variación sin precedentes en las posibilidades y vías de comunicación humana, y que han abierto expectativas increíbles hace muy poco tiempo. Cambios en la percepción de la realidad, en la conciencia de amplísimas capas de la población que permiten a algunos augurar, sin riesgo excesivo, que nos encontramos en las puertas de un cambio de civilización. Y, sobre todo, tras la aguda crisis económica y financiera de estos años, agudizados por la pandemia, los cambios son tan imperiosos como urgente es la situación de necesidad de muchos millones de ciudadanos en todo el mundo, ahora sobre todo, aunque parezca paradójico, en el denominado mundo occidental. En efecto, es una reflexión obligada también por la insatisfacción que se aprecia en los países desarrollados de Occidente ante los modos de vida, las expectativas existenciales, las vivencias personales de libertad y participación. Y es una reflexión que nos conduce derechamente a replantearnos el sentido de la vida y del sistema democrático, desde sus mismos orígenes a la modernidad, no para superarlo, sino para recuperarlo en su ser más genuino y despojarlo de las adherencias negativas con que determinados aspectos de las ideologías modernas lo han contaminado. Contaminaciones que han estado en el origen de las lamentables experiencias totalitarias del siglo pasado en Europa y en la etiología de una crisis económica y financiera, trasunto de una honda crisis moral, que ha traído consigo un retroceso lamentable de las condiciones de vida de millones de seres humanos, sobre todo en el llamado mundo occidental. Ahora en tiempos de pandemia, de forma inquietante. Hoy, en tiempos de crisis, la vitalidad de la democracia y del Estado de derecho están siendo intensamente probadas y, por el momento, el resultado no es, que digamos, nada halagüeño. También por estos lares.

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