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Lejos de todo

Eso de vivir lejos de todo puede ser, por una parte, una jodienda, y por el otro un alivio. Lejos del dentista, lejos del veterinario de mi perra, lejos de la movida ciudadana cutre, lejos de El Corte Inglés -donde me compro los calzoncillos Hugo Boss-. Para todas esas cosas, y para alguna más, tengo que coger el coche y fastidiarme, con lo cual debo decir que vivir en un pueblo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Si no existiera la Internet esa, la veloz, estaría perdido, pero afortunadamente existe en el pueblo y, además, el domingo podré votar a cien metros de mi casa, lo cual no está nada mal. Antañazo depositaba la papeleta en la Cúpula, en el Botánico, pero me empadroné en el casco y es más fácil, porque voy andando. Cuando me invitan a comer digo que no me hagan pasar de Los Limoneros, evito ir a Santa Cruz, que es un calvario para aparcar, lo mismo que lo es el Puerto si no dispusiera de plaza de garaje. Bueno, total que vivir en el Puerto es como vivir en el campo, sólo que sin polvo, en cualquier acepción del término. Y no tener que utilizar la autopista del norte es una bendición, porque no hay nada más coñazo y más desagradable que transitar por una vía atestada de magos con instrumentos mortíferos (el propio coche). Noto, por cierto, desde hace un par de semanas, que el tráfico ha descendido notablemente, no sé si por las fechas agónicas de la necesaria reserva dineraria para el verano o por vaya usted a saber qué, incluida la puta declaración de la renta. O sea, que habitar lejos de todo tiene sus pros y sus contras y yo estoy viviendo este proceso; yo, que he sido siempre un elemento de ciudad. No hay nada como un buen cambio.

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