Y comenzó el pleno. Los más jóvenes de la Mesa de Edad del Parlamento de Canarias llamaban a los diputados electos y la más veterana, Olga Tejera, les iba imponiendo las medallas. A Clavijo, que acudió sin mochila, casi le arranca la oreja, pero fue un gesto cariñoso, como de madre. Y entonces llegó Ana Oramas vestida de arlequín, o sea la antítesis de Leonardo Dantés, y se equivocó de fórmula magistral. Quiso utilizar la larga, en vez de la breve. Fue en ese tiempo cuando la locutora de La Cosa dijo, solemnemente: “Los diputados con representación parlamentaria”; es decir, una barbaridad, porque yo no conozco a un solo diputado sin representación parlamentaria. Y, no contenta, añadió: “por total unanimidad”, como si la unanimidad hubiese dejado de ser total en el pasado remoto. Entre las patadas al aire de la bella y agradable dicente y el tono monocorde de la vieja del visillo me quedé dormido en el sillón y compadecí a la audiencia, ilusionada con la “sesión número once”, como había dicho otra microfonilla, confundiendo sesión con legislatura y quedándose tan pancha. El cronista social no observó entre sus señorías de las islas menores ningún calcetín blanco, gracias al Cielo, pero sí detectó tubos de gomina en las cabelleras de los caballeros, algunos de ellos de caluroso tergal majorero. Oramas ya había jurado por su conciencia y por su honor, pero se iba sin medalla porque ya guarda muchas. Demasiadas. Tuvieron que agarrarla por el aire y devolverla ante doña Olga, para que le fuera impuesto otro colgante. Y en esto que el esforzado jefe de Protocolo bailaba la yenka con un pequeño crucifijo en la mano: si juras, te lo pongo; si prometes, te lo quito. Y en este metisaca terminó la sesión (ahora sí) y todos se fueron a comer pastelitos y a mancharse los trajes de tul ilusión. Ay.