tribuna

‘Por sus obras los/las conoceréis’. Los diccionarios de canarismos a debate (III)

Por Marcial Morera. A pesar del incienso con que fue presentado, por acumular los materiales de obras de autores todavía vivos y con obra al alcance de cualquier estudioso o persona interesada en el tema del vocabulario insular, el citado Tesoro lexicográfico del español de Canarias, como el Tesoro lexicográfico de las hablas andaluzas y el Tesoro lexicográfico de Puerto Rico que vendrían luego, constituía una anomalía dentro de las obras de su género. Un tesoro lexicográfico (en el sentido de diccionario de diccionarios, no en el sentido de diccionario a secas, como el de Sebastián de Covarrubias (1611) o el de Baltasar Henríquez (Thesaurus utriusque linguae hispaniae, et latinae (1679), por ejemplo) solo parece estar justificado si los materiales que en él se recopilan resultan de difícil o imposible acceso para los estudiosos y sus legítimos autores han desaparecido, como ocurre en el caso del Tesoro lexicográfico de Gili Gaya, publicado, entre otras cosas, para, como escribe el propio autor, “ahorrar al lector la busca en libros raros, a veces únicos, y casi siempre difícil de consultar” (Gili Gaya 1060: VIII). Por eso precisamente abrazan los tesoros lexicográficos convencionales solo los materiales de diccionarios, glosarios, vocabularios, etc. más o menos antiguos, no los materiales de diccionarios, glosarios, vocabularios, etc. del día o de personas vivas, que se encuentran al alcance de todos, y cuya consulta directa no puede escamotearse a sus verdaderos propietarios. Es el caso del citado Tesoro Lexicográfico de Gili Gaya, que únicamente da acogida a obras de la lexicografía española “comprendidas entre los años de 1492 y 1726, es decir, desde el Vocabulario de Romance en Latín, de Antonio de Nebrija, hasta que la Real Academia Española publicó el primer tomo de su Diccionario de Autoridades” (Gili Gaya 1960: VIII); el Nuevo Tesoro Lexicográfico, de Manuel Alvar Ezquerra y Lidio Nieto, que, igualmente, solo reproduce las voces de las obras lexicográficas españolas anteriores al primer diccionario de la Academia; y hasta el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, de la Real Academia, que, si dejamos al margen los diccionarios de la casa, solo recoge material antiguo (los más modernos son de los primeros años del XX), cuyos autores han desaparecido ya.
El Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española (NTLLE) -dice la misma Academia- reúne una amplia selección de las obras que durante los últimos quinientos años han recogido, definido y consolidado el patrimonio léxico de nuestro idioma. Contiene, dentro de un entorno informático de consulta, los facsímiles digitales de las obras lexicográficas de Antonio de Nebrija, fray Pedro de Alcalá, Sebastián de Covarrubias, Francisco del Rosal, César Oudin, Esteban Terreros, Ramón Joaquín Domínguez, Vicente Salvá, Elías Zerolo, Aniceto de Pagés, etc., además de toda la lexicografía académica, desde el Diccionario de autoridades hasta la 21.ª edición del Diccionario de la Real Academia Española, pasando por las diversas ediciones del Diccionario manual e ilustrado y lo publicado del Diccionario histórico de 1933-1936.
Salvo en los casos citados, estas obras son científicamente discutibles, por lo que suponen de reproducción de obras de otros, en muchos casos, sin el consentimiento expreso de ellos. ¿Cómo puede justificarse que obras como el Léxico de Gran Canaria, de Pancho Guerra, el léxico de El habla de Los Silos, de Antonio Lorenzo, o el de El español tradicional de Fuerteventura, de Marcial Morera, por ejemplo, con excelentes ediciones al alcance de todo el mundo, se recopilen en un mamotreto extraño? ¿Qué razón hay para que estas obras no se consulten directamente de los originales, que es lo justo y correcto? Y, si pueden consultarse directamente, ¿por qué se recogen en un tesoro? La intermediación lexicográfica está justificada cuando el intermediario aporta algo, no cuando se limita a amontonar en un solo mamotreto material de distinta procedencia. En este caso, el intermediario es simplemente un plagiario. Hasta el más humilde de los coleccionistas de palabras tiene derecho a que se respete su trabajo y a que se consulten directamente sus opiniones. Y, sobre todo, que no se le mate antes de tiempo.
Incluso estando justificado en los términos comentados, un tesoro lexicográfico es siempre un mal menor, pues, al limitarse a inventariar solo las entradas de las obras que recopila, sin tener en cuenta los prólogos, explicaciones marginales, listas de convenciones, etc., de sus autores, y el contexto del material en cuestión, merma y hasta degrada inevitablemente en calidad y cantidad la información original.
Verdad es que, en muchos casos, el problema de los tesoros no radica en la obra en sí, sino en la inadvertencia o ignorancia de los que los consultan, que suelen atribuir a los recopiladores lo que pertenece a los recopilados.

*Académico fundador de la Academia Canaria de la Lengua

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