El domingo por la noche, cuando me disponía a abrir el ordenador para componer una de mis diarias sinfonías, me entró como una especie de tedio, de falta de rigidez en la toronja, que se me caía; se me doblaba el cuello y era incapaz de hacer parecer mi cuerpo siquiera a un robot. En principio lo atribuí a que escuchaba por Google una canción de Roberto Carlos, que a mí me gusta mucho cómo artista, pero que a veces parece que está dando un recado. Pero no, este no era un motivo convincente, porque en muchas ocasiones he escrito con el brasileiro de fondo, dándole a la balada. Me asusté, porque junto a la falta de tiesez del cuello venía adherida una flojera contumaz, poco adecuada para mantenerlo derecho. Y me entró la matraquilla de que viajaba por La Laguna, en la noche de los tiempos, acompañado de aquellos vendedores de lejía adulterada y zotal que espantaban a las ratas a su paso, con su mero olor corporal, como benefactores flautistas de Hamelim. Y también sentía cerca a los vendedores de queso blanco sin curar, fresco, que pasaban por las ventas dejando en ella su cuajada, vendedores que eran chiquitos y andaban deprisa. Hoy ya no existen, ahora son políticos y escritores. Dios, cómo sufrí para volver al mundo real, teniendo en cuenta de que lo que ocurrió realmente, analizándolo más tarde, fue que me dormí en la misma silla giratoria, mientras encendía el puto ordenador, y se me cayó la cabeza varias veces, por la misma acción del sueño, como cuando vas en el coche dando cabezadas y tienes que parar en la cuneta. No se preocupen, ya estoy derecho y he logrado estabilizar la maldita toronja, pero me asalta una nueva matraca: se me ha reducido el tolmo.