El otro día, en un centro comercial del norte, un niño esperaba a sus padres a las puertas de una tienda, con un cachorrillo de perro. El niño no debía tener más de ocho o nueve años. Le pregunté si lo iba a cuidar y si no lo dejaría abandonado en una visita al Teide. El niño me miró, sonrió y me respondió que aquella perrilla formaba parte de su vida. Me sorprendió su firmeza y el cariño que demostraba hacia aquel indefenso animal, que quiere a su dueño tanto como lo pueden querer sus padres. Era una mezcla de pomerania y de otra raza que no recuerdo, uno de esos perritos que llaman mil leches y que reparten cariño por doquier, que son fieles hasta la exageración y que tantas veces han dado la vida por sus dueños. Muchos escritores han contado la vida de sus mascotas, desde César González-Ruano a Antonio Gala. Yo mismo me paso la vida con mi perrita, Mini, que conoce todas mis manías, interpreta mis gestos y con sólo mirarme sabe lo que quiero hacer o a dónde voy a ir. Me sorprendió la respuesta del simpático chiquillo: “Forma parte de mi vida”. Mi hija Cristina y su marido, Nacho, tienen una perrita, que ha logrado el cariño de toda la familia. Se llama Happy y es un encanto ladrador -ladra de alegría-, que va a todas partes con sus dueños. Ha estado más veces en Madrid que yo, probablemente, aunque no sé si distingue la posición geográfica de Madrid y Santa Cruz, ni su traslado en el avión. Va en cabina, como una señora. Es un bichón maltés. En realidad la perrita es mía, porque la pagué yo, quede constancia de ello. Los perros son maravillosos.