Me alojaba siempre en el hotel Beverly Hilton, el de las estrellas. Hay otro establecimiento que se llama Beverly Hills, precioso. En el Hilton, los mejores desayunos de la Costa Oeste. Por las mañanas me levantaba a correr por las calles de las casas sin muros del barrio más sofisticado de Los Ángeles. Coches lujosos y maderos de dos metros que daban vueltas con sus elegantes vehículos patrulla. Por la noche, algún ruido de helicópteros de la policía que enfocaban a algún mandarria. En los Estados Unidos, tu casa es un fortín: si le disparas a alguien que ha entrado sin permiso tienes cien años de perdón. En España vas al talego y al intruso le hacen un homenaje. Alternaba mis estancias profesionales con visitas turísticas: a Sausalito, cerca de San Francisco; a Marina Real, cerca de Los Ángeles; a Long Beach, donde habían alquilado una casa Valerio Lazarov y su familia. En aquella época yo me codeaba con gente como Jorge Mas Canosa, el líder del exilio cubano en La Florida (doy el salto de costa a costa), cuyo hijo es hoy el dueño del Inter de Miami, que ha fichado a Messi. Mas Canosa me mostró el primer teléfono por satélite que yo vi en mi vida, pero se murió sin poder acabar con Fidel Castro. Era un hombre cordial y misterioso, cuyos negocios triunfaron en todas partes menos en España, de donde tuvo que salir por patas. Y otro salto a California: su clima, es alegre, las mujeres usan pantalón corto y ropa breve y la gente es amable. En Los Ángeles pronuncié el peor discurso de mi vida, porque estaba cargado, y conocí a un puñado de gente interesante. Cuando me tocaba volver, siempre quería quedarme; la verdad, no hay color. En California tienen mucho de España, porque nuestra huella allí fue muy profunda. Y en La Florida, cómo no.