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Joder, qué calor

Ha vuelto el calor, con lo cual los loquitos se disparatan ante los cajeros de La Caixa, frente a mi balcón. Anoche, de madrugada, uno de ellos le pedía amorosamente a la máquina que le diera dinero para un bocadillo. Ante la negativa contumaz del artilugio bancario, el peticionario se arrodilló y levantó las manos al Cielo, en solicitud de ayuda. Me dio pena, lo llamé y le tiré un billete de diez euros por la ventana. Yo tampoco estoy para regalos, pero el menesteroso me conmovió y el rescoldo caritativo que guardo en alguna parte hizo posible el óbolo. El hombre se emocionó y comenzó a dedicarme elogios, pero lo que temo es que lo coja por costumbre y se ponga a darme la lata, madrugada sí, madrugada no, y a joderme el poco sueño del que disfruto. Hace unos días, tres majaderos comenzaron a dar vivas a no sé quién porque el cajero, generoso, les soltó cincuenta euros. A grito pelado anunciaban que con ellos comprarían droga a un camello en su negocio cercano, así que en esta ocasión el banco hizo feliz a los tres desalmados, también afectados muy probablemente por el calor.

Ustedes no se imaginan los diálogos del personal con los cajeros de La Caixa. Merecerían un libro porque las peticiones son de lo más curiosas. Como la pareja que se revisa in situ sus retiradas de fondos y se ponen a parir entre ellos, que si el dinero es para “esa tía guarra” (la primera esposa de él) o que si las perras van dirigidos “a ese gilipollas” (el antiguo marido de ella). Es divertido ver cómo sube de tono la conversación hasta convertirse en una discusión bizantina, sin pies ni cabeza. Luego se marchan, ya más tranquilitos, con rumbo ignoto. Culpa también del calor, yo creo.

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