No hay mejor modo de transmitir a las personas la importancia y la necesidad de su participación en los asuntos públicos que practicarla efectivamente. Fue Tocqueville, me parece, el que acuñó esa fantástica expresión que tan bien describe la sintomatología de las democracias enfermas: el despotismo blando. Sí, cuando el efecto de la acción pública -oficial- consigue anular la capacidad de iniciativa de los ciudadanos y cuando la ciudadanía se recluye en lo más íntimo de su conciencia y se retrae de la vida pública, entonces algo grave pasa.
Sabemos que fruto de ese Estado de malestar que inundó Europa los años previos a la crisis, es el progresivo apartamiento del pueblo de las cosas comunes. Poco a poco, los intérpretes oficiales de la realidad pintaron, con gran eficacia, con píngües subvenciones en muchos casos, el paisaje más proclive para los que ansían la perpetuación en el poder. Se narcotizaron las preocupaciones de los ciudadanos a través de una rancia política de promesas y promesas entonada desde esa cúpula que amenaza, que señala y que etiqueta. Quien quiera levantar su voz en una sintonía que no sea la de la nomenclatura está condenado a la marginación. Quien se atreva a poner el dedo en la llaga, corre serios peligros de perder hasta su puesto de trabajo. Hay quien sabe que vive en un mundo de ficción, pero no tiene los arrestos necesarios para levantar el telón. Es el miedo a la libertad, es el pánico a escuchar los problemas reales de la ciudadanía, es la comodidad de no complicarse la vida, es el peligro de perder la posición. En una palabra, es la “mejor” forma de controlar una sociedad que vive amordazada.
Uno de los pensadores más agudos de estor procelosos tiempo, Charles Taylor, nos advierte contra uno de los peligros que gravita sobre la saludable cultura política de la participación, sea en el entramado político o comunitario, al señalar que cuando disminuye la participación, cuando se extinguen las asociaciones básicas que operan como vehículos de ella, el ciudadano individual se queda sólo ante el vasto Estado burocrático y se siente, con razón, impotente. Con ello, se desmotiva al ciudadano aún más, y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando. Hoy, desde luego, a la vuelta de la esquina.