Desayunando ayer en Casa Casiano se me apareció, de pronto, la torre de la iglesia de la Peña de Francia, la más importante del Puerto de la Cruz. No había descubierto, a pesar de tantos años, una visión tan pulcra del lateral de la torre -dicen que es neogótica-, construida en el año 1898, o sea, el otro día. La iglesia, cuya extinta -o casi- Hermandad de la Peña de Francia refundaron mi padre y Reinaldo López, data de 1697 y la Virgen luce por lo general un manto que le mandó bordar Dulce María Loynaz, poetisa cubana, autora de Un verano en Tenerife, el más bello relato que se ha escrito sobre la isla, y premio Cervantes de las letras. A fuerza de observar toda la vida el mismo paisaje uno se olvida de sacarle el jugo. El reloj de la torre tiene un minuto de atraso en este momento, aunque suele ser bastante puntual en el anuncio de las horas y han puesto tela metálica en las ventanas de los dos campanarios para que esas ratas voladoras que son las palomas no caguen las campanas y las conviertan en un cochinal. La torre, construida en piedra, es muy original, no existe otra igual en Canarias, dicen los escritores de arte, aunque muchos de ellos cuestionan su valor patrimonial. De todas formas, la iglesia, o al menos parte de ella, está declarada Bien de Interés Cultural. Lo bueno de los templos es que son para siempre, a menos que aparezca un volcán y se los lleve por delante. Una vez, sólo una vez, subí a la torre por unos escalones estrechos de madera por los que apenas cabe una persona. No sé en qué estado se encontrarán ahora. Yo era un niño entonces y mucho más liviano. La vista del pueblo, desde arriba, me pareció muy hermosa. Y el mar.