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Y, por fin, agosto

Llegó -o casi agosto. En agosto, por lo general, no recibes notificaciones de Hacienda, los juzgados cierran y los cobradores del frac se han jubilado. Para el impecune, agosto es el mes ideal porque todo el mundo se toma una pausa, hasta los pesados que te llaman por teléfono para que cambies de compañía eléctrica. No digamos el tiempo, que ha amainado y ya no sufriremos los calores horrorosos de julio, que han ganado la partida a las estadísticas y figuran en los libros de todos los récords. Por fin, agosto, con su calma y con un tráfico que se ha trasladado al sur, dejando al norte huérfano de vehículos, de humos y de atascos. Agosto es una bendición celestial, un mes muerto del todo, un periodo de hégira hacia las playas, a apretujarse del todo, bajo el sol implacable del mediodía hasta el palio sonrosado de la luz crepuscular, como cantaban el cursi de Luis Mariano y otros del mismo estilo. Es decir, que a mí agosto no es que me guste, sino que me entusiasma y espero todo el año por él y procuro salir lo menos posible de casa y refugiarme entre los libros que me quedan y la música que me envía Google; que es toda la posible, por pocos euros al mes, con la dudosa complacencia de los vecinos que más de una vez han puesto el grito en el cielo. Porque ya les he contado a ustedes que mi calle es una caja de resonancia. Por fin, agosto, con sus tiendas cerradas, con las vacaciones del común y con los turistas borrachos rebuznando bajo mi balcón, siempre abierto a los vientos de San Telmo. Pido comprensión por la música y a descansar del acreedor malicioso, siempre al acecho del pobre impecune, excepto en agosto. Ay.

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