Estoy a un paso de desembarazarme de todos los recuerdos que he reunido durante toda mi vida: trofeos, muñecos de viaje, ceniceros, estatuillas, figuritas y placas que te entregan por haber sido mantenedor de unas fiestas. Cuando joven, yo todo eso lo entregaba a mis novias de verano, pero, claro, quedó mucho. Ya me he quitado de en medio el museo de cosas inútiles y la amplísima biblioteca que el Ayuntamiento del Puerto acogió con entusiasmo y luego abandonó en la casa de los agustinos para que se la coman las ratas; y el Ayuntamiento de Garachico no ha terminado de colocar su parte. Miles de volúmenes, algunos muy valiosos (los del Puerto están inventariados y yo conservo un disquete con los libros de la donación relacionados en él). También cedí mi colección de postales antiguas, que edité en varios volúmenes, a Garachico, y ésta creo que está perfectamente archivada y a disposición de los historiadores. Pero me quedaban los recuerdos más inservibles y más entrañables y ante la falta de espacio y el riesgo de que servidor acabe en un asilo, y terminen en la basura, me los quiero quitar de encima. Es triste traquinar toda la vida y acabar babándote a la sombra en un rincón de una casa grande, rodeado de gente que está igual o peor que tú y a la que no conoces. Pero es más triste fastidiar a las personas cercanas a cambio de nada e impedirles que lleven una vida cómoda. Hay que ir pensando en estas cosas, a riesgo de que diga algo que provoque el mal fario. Estos calores me han hecho sentir muy incómodo y me ha dado por pensar en lo inevitable, sobre todo cuando se me empiezan a borrar de la cabeza los nombres de los entrenadores de fútbol. Para mí que se trata de un aviso.
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