Lo bueno de cumplir años en agosto es que ni recibes regalos, porque no hay nadie, y además casi todos se han ido al otro barrio, ni tienes que organizar ceremonias al respecto, con los gastos que conlleva. Así que no voy a aumentar mis dolores económicos, ni a dármelas de viejo ante los escasos amigos, presumiendo de 76. A la mierda. Cumplir años es una jodienda inevitable, que te emboca hacia el túnel del tiempo propio, pensando más en el pírrico futuro que en el duradero pasado. Cumples con la rutina, te levantas por la mañana, comes en tu casa un arroz a la cubana, recibes un par de llamadas cariñosas y ves que ya nadie se acuerda de ti porque los que te tenían en la agenda moran ya en el Valle de Josafat y otros se hacen los locos porque trae mala suerte felicitar al coetáneo. Al fin y al cabo, la vejez se convierte en una cosa graciosa. Ahora dejo fuera de la nevera las botellas de agua, porque me olvido de meterlas, y cuelgo la correa de la perrita en un lugar distinto al habitual y me paso una hora buscándola; o me caigo de culo buscando unas gafas, como el otro día, y me jorobo la rabadilla y llevo tres días sentándome de lado. Lo mejor ha sido una pasada comida con mis primos –quince–, en la que me bebí unos cuantos “JB” y me quedé como Dios, porque mi importe de la venta que celebrábamos se lo quedó Hacienda. A los 76 años no se puede llevar una vida ajetreada, solo alguna vez que te sales de madre y disfrutas un poco. Lo que me consuela son las llamadas de mis hijas y algún frasco de colonia. Porque en mi cumple sólo pido una colonia de Loewe y unos calzoncillos de Hugo Boss.