después del paréntesis

La visión del más allá

Uno de los escritores más extraordinarios de las últimas décadas, y al que yo admiro con pasión, el inglés Bruce Chatwin, ordenó para sí reparar el mundo, dadas las diatribas que contra él tenía. Primero porque lo condicionaba y después porque pretendió modelarlo. Concretó un exhaustivo programa de renuncias y de reconversiones. Con esos fundamentos ajustó su vida desde el día en el que renunció a su trabajo en la Sotheby’s y abrió las puertas al exterior. La condición era la errancia, el deambular, el fijar la mirada en lo ignoto y el nomadismo, esa instancia que eligió como signo de la especie. Y tras de esa iniciativa se vislumbra lo singular: la tensión que sufrimos entre la parcialidad y la plenitud. Detrás de esa estampa se encuentra lo insigne: el paraíso. Eso se aprestó a resolver Chatwin para pasárselo por el rostro del Dios que nos expulsó. Le dijo, en confirmación, no nos venciste, quedan restos, te los muestro, estos son. Ahí asentó su existencia Bruce Chatwin y de ahí sale su excepcional escritura de viajes, de ahí algunos de sus inventos más primorosos como “En Patagonia” o “Los trazos de la canción”. Pero eso que cuento no es lo sustancial de la historia. Chatwin transmitió de manera brillante (incluso con fotografías sublimes) lo que descubrió; pero eso no es lo sustancial, lo sustancial es saber cómo se comunica lo inédito, lo desconocido, qué palabras han de aplicarse a la revelación. Lo confirmó el que para mí es el mejor poeta europeo de todos los tiempos, Juan de Yepes Álvarez (o San Juan de la Cruz): el supremo y definitivo encuentro con Dios (el acto místico) no cuenta con palabras para expresarlo, para darlo a entender. Su poesía, entonces, es tentativa, maravillosamente tentativa: el canto hacia el amado, suprema poesía amorosa. Y eso me ocurrió a mí en el norte más norte de Europa, en el municipio de Tysnes, en el condado de Hordaland, en Noruega. Cabe acceder allí en verano. Mi entusiasmo me hizo llegar hasta esa tierra remota después de acusar movimientos en la cubierta de un barco. En el puerto, mi amigo Adam Burden decidió: un jeep todoterreno desde el que me mostraría la maravilla. Allí me encontré, en la punta de un mar que no reconocía, a la deriva de unas montañas que no me decidí a descifrar, ante la albura de una nieve que no tenía nombre. Hay experiencias que no agotan el conocimiento, situaciones que solo se viven, que no se pueden expresar, la enseña siniestra de la dicha plenitud que jamás se comparte.

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