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Lloran los pinos

El fuego ha hecho llorar a los pinos añosos con unas lágrimas saladas procedentes del mar, que le brindan los hidroaviones. El pino canario es tan generoso que guarda en sus troncos las capas de sus desgracias. Permite su disección y se abre a los botánicos que pretenden saber cuántos siniestros le han herido en el transcurso de los años. Cuántas historias puede contar un pino, que ha servido de morada amable a pinzones y lechuzas y que, al final de su vida, dona su esqueleto al ebanista para que fabrique con él muebles de tea para construir iglesias y casas señoriales con escudos grabados en las piedras de sus muros. El pino, símbolo de estas islas, tan hermosas y tan extrañas, que de vez en vez escuchan el crepitar silencioso de las llamas que la hieren. Huyen los pájaros que creían que en agosto iban a vivir sus sueños más hermosos y se ilumina de rojo el ocaso insular, habitualmente tan apacible, cual faro tenebroso que detectan los satélites de la NASA. Arden los pinos, refrescados levemente por las escuadrillas que cruzan el cielo y que no pueden descender a los barrancos de unas islas que vomitan fuego. Y pensar que todo podía haberse evitado, porque la terrible mano del hombre está siempre detrás de estos incendios forestales; hombres sin escrúpulos, descuidados, sinvergüenzas y mal nacidos, que ignoran las prohibiciones y desprecian al tesoro que nos brinda el monte. Lloran los pinos y miles de personas abrazan a sus perrillos temblorosos; y miran aterrados para sus casas, rodeadas por el fuego, mientras desde el cielo los aviones y los helicópteros continúan lanzando lágrimas de un mar contagiado del grito del monte que se quema. También arde la pinocha, que es el resultado del cambio de piel de los pinos. Y las piñas, sus hijos pequeños. Que acabe pronto esta desgracia.

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