Por Rafael-José Díaz. Ayer supe que un amigo lleva tres años estudiando ruso. Uno de mis primeros sentimientos fue la envidia: ¡ya me gustaría a mí conocer un poco esa lengua! Luego, hablando un poco más con él, me dijo que ya había tenido algún problema por la simple razón de estar estudiando la lengua de Tolstói. No especificó cuáles y yo tampoco quise pedirle detalles. 24 de febrero de 2022: comienza la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Una fecha, por cierto, doblemente aciaga para mí, pues ese día se cumplía un año de la muerte de Philippe Jaccottet, el poeta suizo a quien tanto admiré y cuya obra he ido poco a poco traduciendo al español (y que escribió, por cierto, un bello libro titulado À partir du mot Russie). Desde ese día se ha demonizado hasta tal punto “lo ruso” que se ha llegado a vetar la inclusión de obras de Chaikovski, Shostakóvich o Galina Ustvólskaya en las salas de música occidentales, se han prohibido retrospectivas de cineastas como Tarkovsky o se ha vuelto sospechoso de putinismo leer a autores como Chéjov, Tsvietáieva o Dovlátov. Sabemos que estos desmanes ocurren en el marco más amplio de la “cultura de la cancelación” o de lo que podríamos llamar la “neocensura”, que en los últimos años, por diversas razones, se ha vuelto tan tristemente popular en las democracias occidentales. El arte, la música, la literatura, el cine, es decir, la cultura en general, deberían estar al margen de los vaivenes políticos del momento. La cuestión es compleja, sin duda. Paul Celan, el poeta judío nacido en Czernowitz (Chernivtsí en ucraniano, país al que pertenece desde 1944 la ciudad), pudo haber elegido el rumano o alguna otra lengua para su expresión poética; optó, sin embargo, por el alemán, la lengua de sus enemigos, de quienes habían exterminado a su familia y a muchos de sus amigos. Y lo hizo porque necesitaba, digámoslo así, descorromper la lengua, hacerla suya como un modo de resistencia y de expiación. Para mí son unos héroes, en estos tiempos atroces que vivimos, quienes aprenden ruso, escuchan a Sofia Gubaidulina, leen a Anna Ajmátova o ven las películas de Andrey Zvyagintsev: es un modo de abofetear simbólicamente al sátrapa que pretende secuestrar “lo ruso” para sus propios, criminales intereses.