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Balas, pistolas

Estábamos en el hotel Eurobuilding de Caracas mi compañero Aurelio González y yo. Habíamos ido a presentar mi novela Los gallos de Achímpano. En el ascensor me encontré una bala en el suelo. Una bala del calibre 38, posiblemente de un revólver. No sabía qué hacer con ella, pero no me gustaba dejarla allí. Al final la recogí y la puse en un apoyabrazos del ascensor, en ausencia de una persona de seguridad del hotel que se hiciera cargo de ella. Al fin y al cabo, una bala no significa nada. Y en un viaje que hice a Lagunilla, con una amiga, desde Maracaibo, alquilé un coche. El tipo de la agencia me dijo que me iba a dar algo especial y la verdad que así fue. Una cajita de plástico duro con una pistola y dos cargadores dentro, si no recuerdo mal (¿o era un revólver Smith and Wesson del 38?; no me acuerdo. “¿Sabe manejarla?”, me preguntó. Yo tuve licencia de armas durante muchos años y le respondí que sí. “Es por si se le avería el carro y se ve en un apuro, porque hay mucho camionero ruin y mucho malandro por esa ruta”, me dijo. “Usted, si revienta un caucho, no más enséñela mientras coloca la rueda de emergencia”, añadió. Afortunadamente no se me averió el coche ni se me pinchó una rueda y mi amiga y yo fuimos y venimos a Lagunilla sin novedad, pero el tipo de la agencia fue, al menos, previsor. La cercanía de Zulia con Colombia hace que los robos de coches en uno u otro sentido estén a la orden del día y los delincuentes se aprovechan de los turistas despistados para dejarlos en pelotas y sin coche. Por eso me gusta tanto Venezuela, porque uno vive siempre en un sinvivir.

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