por qué no me callo

Chile, 50 años

Hace 50 años, en pleno franquismo, Pinochet era un epígono aventajado en América Latina del fascismo europeo de mediados de siglo que desembocó en la segunda de las guerras infaustas. Cuando Baltasar Garzón le dio captura al caimán en Londres por el asesinato del editor y diplomático español Carmelo Soria y sus restantes crímenes, bajo el principio de jurisdicción universal, se estuvo cerca de hacer justicia con el dictador más célebre del mundo. Medio siglo después, un Chile democrático se debate aún entre partidarios y detractores de Pinochet, al 50 por ciento.

Salvador Allende se descerrajó un tiro bajo la barbilla con el fusil de asalto que le había regalado Fidel y no se rindió en el Palacio de la Moneda, bombardeado por Pinochet durante el traumático golpe del 11 de septiembre de 1973. La viuda, Hortensia Bussi, me contó en La Habana que su marido tenía un sentido indómito de la dignidad y ella sabía que no se entregaría vivo. En el audio en que Pinochet exige la capitulación del presidente de Unidad Popular se oye su vocecita aflautada dando instrucciones:

Allende sería evacuado por aire, “pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”. Minutos antes de morir, Allende lanzó por radio su famoso mensaje de despedida: “Más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. Pablo Milanés escribiría después que “un niño jugará en una alameda/y cantará con sus amigos nuevos”, en una canción inolvidable, Yo pisaré las calles nuevamente. Pablo se murió en Madrid sin conocer las condenas a los asesinos de Víctor Jara.

Gabriel García Márquez se sintió tan impactado que se declaró en huelga literaria y prometió no volver a escribir hasta que no fuera derrocado el dictador (el Nobel colombiano se vio obligado a poner fin a su protesta ante la perpetuación del régimen golpista).

La traición de Pinochet, comandante en jefe por su prestigio neutral, fue adiestrada por la CIA, Nixon y Kissinger, el testigo centenario del imperio del Tio Sam en la Guerra Fría, que perseguía a la izquierda a uñas y dientes con el mismo plaguicida: el golpe de Estado. Tapizaron de dictaduras el continente y asesinaron a miles a quienes no eran de derecha ni ultraderecha, según los archivos del terror hallados en Paraguay. A Kissinger se le atribuye haber dicho de Pinochet lo que Roosevelt del tirano nicaragüense Anastasio Somoza: “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.

Entonces, mi hermano Martín y yo escribíamos en la revista Triunfo, una de cuyas míticas portadas fue la del golpe de Estado en Chile. Hacíamos en la vetusta Radio Club un programa de Música Popular, con la Nueva Trova y la Nueva Canción Chilena como faros. A Víctor Jara lo torturaron con sadismo en el Estadio Chile hasta matarlo (el 16 de septiembre de 1973). Se ha tardado medio siglo en confirmar las penas de 25 años de cárcel para su asesinos; uno de los siete militares culpables se suicidó la semana pasada. Ni cincuenta años más borrarán la huella de aquel dolor que cruzó el Atlántico y llegó hasta Canarias, donde nacía la nueva canción popular, con Franco aún vivo y la Transición tocando a la puerta.

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