después del paréntesis

El barco de la gloria

Todo ocurrió cuando el fiero almirante João António Gonçalves Almeida aderezó su destino por la mirada de la bella lady Margaret Sackville. Ella lo vio en la corte por motivos urdidos, lo midió y lo consideró. Él dejó prendada su alma junto al alma de la divina. El resto de su vida, por más su fortuna, viviría para constatar el rozar de aquel cuerpo. De ese modo lo reveló: “Os amo, señora. Jamás mis ojos contemplaron carácter tan exquisito”. Ella adujo su intriga: solo se uniría al hombre que fuera el dueño del prodigio más grande de los mortales. Aduló su temple, su valentía, su vigor. João Almeida se movió en digno alcance de la presunción de su reina. Había oteado la Amazonía desde la proa del barco en la reserva de Belém. Asentó su tino en la orilla manifiesta de la desembocadura del gran río Amazonas. Por él se persuadió a contar las hojas de la floresta cuando se internó en el misterio. Y constató, después de jornadas y jornadas acariciando las marcas del rocío sobre un río tan grande que se perdía la orilla, un mar tan espeso de agua dulce, que la selva que se alzaba ante su vista era infinita, los hombres que poblaban esta tierra no la podrían dominar. La maravilla era única y exclusiva; nunca se dejaría dominar. Lady Margaret sisó en su entendimiento. Un hombre insigne como él solucionaría la contradicción del mundo. Como se podía rematar el desierto inexorable de arenas infinitas. O el mar que no hacía mucho tiempo era la imagen de la muerte por inabarcable. O la gran llanura que oteó en el reino de la Plata sin una sola montaña que la levantara del suelo. Eso es el mundo, se dijo, su experiencia de miles de kilómetros sobre el mar lo habían cumplido, pero no era completo; habría de rematarlo. La maravilla de lo vegetal, la flora sin fin donde se pierden los hombres, donde se constata sin compasión lo absoluto tendría un complemento para la perpetuidad. Actuó. Unió las tres carabelas en el Forte do Presépio, separó a la Santa María y atusó su destino por entre el agua fulgente con rumbo al norte. Trescientos hombres lo acompañaron. Suficientes para conformar la fuerza y honrar los bergantines del regreso. Eso hoy queda. Los arriesgados que lo quieran divisar pueden hacerlo. Un barco, el mar, asentado en la selva de la Amazonía, alzado en un pedestal exactamente a setecientos cincuenta kilómetros de la costa. El refugio del amor que hoy se salda con lo que fue compromiso excepcional. Así lo tensó João Almeida hasta el final de sus días aunque la dama jamás osó dejar Londres para comprobarlo. Eso somos los humanos: lo que nos encumbra no siempre satisface a los deseos.

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