Al cabo de dos años, hoy la erupción de La Palma es una efeméride al rojo vivo. Una fecha que abarca 85 días de estragos del paisaje en una isla que se titula históricamente bonita por propia naturaleza. De ese volcán fluyeron las tierras más modernas del planeta en la fajana de Tazacorte. La isla baja, formaciones de un territorio recién nacido donde el volcán devoró el que se encontró a su paso. Así escribió esta catástrofe su demolición y parto en mitad de la pandemia. Ironías de la lava, destruyó y borró todo cuanto quiso y, finalmente, en el borde de la isla, desde los acantilados, escupió al mar hasta el alma de lo que arrasó dando lugar a una vida nueva en esa extensión de isla añadida. La vida y la muerte en el cenit y el ocaso de la erupción.
Hoy La Palma resurge de sus cenizas, respira el aire regenerado tras una voladura que asfixió a la población. En Puerto Naos y La Bombilla padecen aún el azote póstumo del volcán y es ahora cuando crecen las expectativas de poder volver a casa después de dos años de exilio interior sumidos en la desesperanza. El 2 de octubre lo harán los primeros vecinos que siguen sufriendo la exclusión poseruptiva por los gases volcánicos. El 19 de septiembre de 2021 explotó Cumbre Vieja en Cabeza de Vaca, y en El Paso y todo el Valle se detuvo el tiempo y comenzó la devastación implacable de las coladas de lava del volcán. Después del Teneguía, al inicio de los felices años 70 que iban a cambiar este país, y del Tagoro submarino de El Hierro, en el umbral de la segunda década de este siglo, la erupción de La Palma era un acto de introspección insular. Los canarios olvidamos hablar de los volcanes como hacemos de la muerte. Pero el trauma natal de todo isleño es venir al mundo en la boca de un volcán que es nacer en la boca del lobo. Y acostumbrarnos a ese mito resulta una idea desproporcionada. La Palma nos despertó del sueño intermitente de vivir entre postales volcánicas como entre algodones. Nos pasa en Tenerife con el Teide, al que contemplamos de reojo sin dejar de alardear de su majestuosidad. Hasta el 13 de diciembre de 2021 no respiramos tranquilos pendientes de La Palma. Los fotógrafos de medio mundo y los drones de I Love The World descubrieron imágenes inimaginables. Vimos un cráter en mitad del jardín de una vivienda semicubierta de ceniza milagrosamente en pie como una escena de realismo mágico. La famosa casa de Amanda, a espaldas del volcán. Vimos el campanario de la iglesia que fue desvaneciéndose lentamente succionado por las coladas en el barrio de Todoque, que desapareció en la erupción. Barrancos, carreteras, viviendas se esfumaban bajo la lava como un reptil despiadado. El volcán rediseñó todo ese tramo de tierra y vivencias que ahora descansa en el imaginario colectivo y reinventó otra mirada.
Durante años, geólogos británicos habían especulado con la hipótesis de una erupción en Cumbre Vieja que ocasionaría un tsunami monstruoso capaz de cruzar el océano y destruir parte de América del Norte. En esas, explotó la tierra y nos familiarizamos con el diccionario del fenómeno. La prensa se habituó a hablar de piroclastos y lapilli. Supimos lo que era una erupción estromboliana. Nunca un presidente de España había frecuentado tanto una isla como Sánchez, con constantes idas y venidas hasta que el volcán se apagó, como un escribano de palacio. ¿Qué queda? La memoria del fuego. La Palma guarda bajo tierra plazas y calles y rotondas y jardines de pueblos sepultados, con todas sus historias congeladas pese a las altas temperaturas del subsuelo.