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Libros sobre un banco

Alguien ha colocado una caja con libros sobre un banco público, junto a mi casa. Algunos viandantes han pasado junto al banco y han cogido un libro en sus manos. Lo han hojeado y lo han vuelto a depositar sobre el banco. Nadie, ni las bibliotecas, quieren más libros. Ocupan espacio y ahora lo que sobrevive es lo digital. El libro físico no ha muerto, pero no vale nada de segunda mano. Lo que ha hecho el ciudadano que ha depositado sus libros sobre un banco es muy civilizado, también es costumbre en muchas ciudades europeas. No sé cómo sobreviven las ferias del libro viejo y antiguo, que son dos conceptos distintos. Un libro es un tesoro. Me han dado ganas de llevármelos todos, incluido uno muy grande sobre los monumentos de los mayas. Pero tengo un problema: mi casa mide 80 metros cuadrados y yo estoy en franca retirada, así que no me cabe ni un objeto más que no sea comestible y digerible. Es más, podría regalar un contenedor de recuerdos de mi vida que guardo en el desván. Y los trofeos de toda una vida. Y el Espasa. Y la enciclopedia de Los Toros, de Cossío. Nadie quiere nada de eso, porque cada vez vivimos en sitios más pequeños y porque el ciudadano no desea almacenar polvo, que al fin y al cabo es lo que crían los libros viejos y antiguos. Por no querer, mis hijas no reciben ni siquiera mis cuadros, porque les gustan las casas minimalistas, no atestadas sus paredes de obras cuyos autores tampoco les gustan. Yo acabo de ceder unos dibujos de Sartoris y de Carla Prina, su esposa, al Museo Eduardo Westerdahl portuense. Estoy esperando que los vengan a buscar. Libros sobre un banco, qué bien, pero para qué. Nadie los quiere.

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