Esto de las capas tectónicas me recuerda a un postre que se llama Isla flotante. En realidad, la corteza terrestre es como una isla flotante, una capa sólida y quebradiza sobre una masa viscosa. Nosotros estamos anclados, como podemos, encima de bloques despedazados que avanzan a la deriva chocando entre ellos. De ahí vienen los terremotos, como este que ha asolado a Marruecos. Me cae bien Marruecos, quizá sea por esa comunidad volcánica que tiene con las islas y con el sur de la Península. Tiembla la tierra en el Atlas y lo sienten en Murcia y en Granada, y hasta una señora de Tenerife asegura que notó cómo temblaba el móvil que llevaba entre las manos, ese apéndice que nos ha salido para ser el detector más eficaz de la realidad. Dependemos de esa condición común que nos liga, además de con la historia, con la geografía. Este es un argumento poderoso para que nuestra solidaridad con ese país vecino sea más extraordinaria, si cabe, que la del resto del mundo. Ya van por más de 2.000 muertos. Recuerdo el de Agadir que provocó 15.000, pero la vida es muy tozuda y, al cabo del tiempo, empezamos a hablar de que nos había salido un competidor en el negocio turístico. La gente olvida pronto, aplicando ese adagio tan certero que dice “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, que quiere decir que siempre acabaremos aprovechando el bisnes de la desgracia.
En la política también vivimos sobre capas tectónicas deslizantes. Ahora provocan grandes estrépitos cuando impactan entre ellas. Claro que son más controlables, pero las circunstancias sociales dicen que no se pueden evitar. Menos mal que estos movimientos desordenados son cíclicos, como los subterráneos que solo ven los geólogos, porque si no, estaríamos viviendo sobre una permanente zozobra. El mundo funciona así. Renace del cataclismo y esto le hace avanzar en progresos insospechados, mucho más insospechados y fuera de planificación que los que se puedan aprobar en los congresos de los partidos políticos. La Tierra es un pequeño planeta del sistema solar que gira a una velocidad vertiginosa. Es inestable, pero esa inestabilidad es la que hace posible el milagro al que llamamos vida. Medimos el tiempo en función de sus giros mientras estamos aparentemente quietos sobre su superficie en movimiento.
Por eso su transcurrir es tan relativo y lo que para nosotros es un año, que contabilizamos como un ejercicio presupuestario, para él es un instante en el proceso de su formación definitiva, moldeándose como una figura de barro en el torno de un alfarero. Pero no nos engañemos, todo es apariencia y la frecuencia con que se presentan los sismos es la misma con la que enloquecemos y creemos estar siendo víctimas del desorden. Yo, por ejemplo, tengo tiempo sobrado para escribir un texto como este cada día, mientras el sitio donde vivo completa un giro sobre sí mismo a una velocidad de 465,11 metros por segundo. Esto no sería nada si no fuera porque el hombre más veloz recorre 100 metros en 9,58 segundos, y llega a la meta con la lengua fuera. Cada vez que hay un terremoto, además de entristecerme con la desgracia, pienso en estas cosas, las relativizo y me doy cuenta de que todo lo que nos pasa obedece a la normalidad.
Lo que es ciertamente milagroso es nuestro pensamiento, capaz de traspasar los límites del tiempo, capaz de vencer a lo inexorable, capaz de situarse por encima de la fatalidad que nos hace depender de un giro y de los avatares de una corteza enloquecida que baila sin control sobre un océano de fuego. El pensamiento es lo único que nos salva. Todo el problema consiste en que a veces nos despistamos, no estamos atentos, y permitimos que nos lo manipulen.