Hace casi cuatro años, durante un crucero por Italia con mis hijas, aproveché nuestra escala en Nápoles para hacer con ellas una excursión a Positano. Sabía de Positano por César González-Ruano, que se exilió voluntariamente allí al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuando terminó nuestra guerra fratricida. Positano es hoy un emporio turístico y antes era residencia de privilegiados. Tiene una playita hermosa y una rada donde atracan los más lujosos yates de recreo y está dedicada al dolce far niente. Pueblo de la colorista y hermosa Costa Amalfitana, a un tiro de piedra de Nápoles, se llega a Positano por una carretera estrecha y de cornisa, en la que los italianos hacen piruetas con sus coches y te pasan a centímetros del tuyo. Una costa de limones y de licores derivados del cítrico, con unas casas de comidas típicas donde te ponen de todo. El sur de Italia es muy bonito, igual que el sur de España, del que sólo me falta por conocer Almería. No pierdo la esperanza. En un bar de la playita de Positano me dejé un paquete con imanes de nevera para mi colección –aunque pude salvar alguno–, quizá por efecto de una comida copiosa y de unos cuantos limoncinos, licor que aquí llamamos limoncelos. Una industria casera de la que viven miles de personas en la Costa Amalfitana, donde el mar es calmo y el Mediterráneo cobra una dimensión doméstica y azul. Positano es un pueblo empinado, construido sobre una ladera. A todas partes se accede por escaleras anchas, que escoltan casas terreras llenas de comercios que venden las inutilidades que compran los turistas. Hace un sol de justicia en los veranos del sur y los colores se ponen en pie de guerra cuando les atiza el calor, que está en todas partes. Vale la pena.