He dejado encargadas a mis hijas de que, a mi muerte, me incineren los servicios funerarios y ellas rieguen mis cenizas en los alrededores de la Agencia Tributaria. Será mi manera de maldecir la presión fiscal que he sufrido no sólo con los sociatas sino también con la derechona. Así que formalmente lo comunico a ustedes, desocupados lectores, por si quieren pasar por esa acera y echar una plegaria, cuando corresponda, que aunque uno no cree en zarandajas siempre vendrá bien. Hay que rezar mucho, por si acaso suena la flauta, aunque la mía hace ya bastante tiempo que no suena nada. Es un fastidio para los deudos el destino de las cenizas, no digamos el de un voluminoso cadáver entero. No quiero que me metan en el panteón de los Chaves, en el Puerto, porque aunque es muy bonito está lleno de gente y uno se encontraría más o menos incómodo. Y yo soy más Chaves que Sotomayor, así que tampoco me apetece una estancia en el sepulcro de esta última familia, que también es la mía. Fíjense: los restos de mi padre están a tres o cuatro metros de los de mi madre, pero en panteones diferentes, separados por un jardín. Vamos a ver, cuando uno empieza a hablar de estas cosas es porque va con la proa al marisco. De momento, no hay alarma seria. Una vez se corrió el rumor de que alguien iba a registrar una caja de seguridad que yo tenía alquilada en CajaCanarias. No sé por qué, porque en ella sólo se guardaban telarañas, pero por si acaso compré un caganer gigante (el tipo cagando de los belenes catalanes) y lo dejé allí como único recuerdo mío. No sé si han abierto la caja (hace años que no la pago) o el caganer sigue allí, como el dinosaurio de Monterroso.