Me he prometido a mí mismo no pensar, ni buscar papeles, ni darle vueltas a las cosas, cuando cae la noche. Es un auténtico sacrificio, que atribuyo a la edad, meterse en faena a esas horas porque acabas con la mente turbada. Tampoco leo mensajes, ni WhatsApps, ni contesto al teléfono, en lo posible. Intentar resolver asuntos por la noche es terrible, sencillamente porque luego no duermes y te asaltan las pesadillas. Sobre todo porque siempre hay un pesado que te llama para darte la relación de muertos, un compañero de colegio con el que hace años que no hablas, ni falta que hace, un agorero con insomnio que se dedica a pasar lista a los que ya no están. No me lo han pedido ustedes, desocupados lectores, pero les voy a dar un consejo: no atiendan a nadie después de las nueve de la noche, aíslense convenientemente y no abran la puerta de sus vidas a tipos pesados y portadores de malas noticias. Tampoco vean películas de muertos en la tele, ni escuchen a los corresponsales de guerra que se graban a sí mismos con el móvil, tumbados en las laderas de los terraplenes de arena, con las balas silbando por encima de sus cabezas. Todo eso es dañino para la salud del que no tiene vocación de reportero, sino que ejerce de persona normal en su casa, esperando que, por algún milagro, le llegue una buena noticia. Lo mejor de la noche es que no te llaman las agencias de recobro, aunque la otra tarde recibí un telefonema de una de ellas preguntando por don Próculo. Le respondí: “Mire usted, afortunadamente no soy yo; y no lo digo por el impago, sino por el nombre”. La chica se quedó un tanto gafada y entonces añadí: “Yo me llamo Tiburcio; un capricho de mi padre”.