A la situación política de locos, que se repite en el tiempo, se une la llegada de octubre, que es un mes estúpido. Un mes que no significa nada, porque ni es noviembre, cuando se abren las bodegas, ni es diciembre, cuando se gasta mucho en cosas perfectamente inútiles. Total, que se acaba el año y uno sigue sin enterarse de nada y, como está el mundo, ni falta que hace. Pasan los meses a una velocidad de vértigo y yo, desde mi atalaya otoñal, lo veo todo muy complicado. Pero eso da igual, la gente sigue arruinándose en los supermercados, cuatro o cinco se hacen ricos y la mayoría, mucho más pobres. No es de ahora, ha sido siempre así. Ni siquiera los museos tienen interés por nada pues le ofrecí al Westerdahl de mi pueblo un dibujo de Sartoris y otro de Carla Prina, de baracalofi, y ni siquiera los han venido a buscar. Debe ser que no les interesa, qué se le va a hacer. Me lo quedaré, en la misma bolsa que preparé desde que llamé hace meses para ofrecerlos, y ahí se morirán los dibujos, entre la polvareda que provoca el calor inusual y extemporáneo y el humo de los coches que paran en los cajeros de La Caixa a repostar sus dueños el billetaje. Esto sigue igual que el otoño anterior y que el otro. Pocas cosas cambian en estas ínsulas tan acostumbradas a la rutina. Vuelve hasta el covid, que ya no mata ni a los viejos y el Real Madrid sigue jugando tan mal como el año pasado, así que porca miseria. Maldito octubre, que no nos trae nada nuevo que echarnos al buche y maldito calor, que sigue abrumándonos y no dejándonos respirar. Y, encima, pronto llegará diciembre, con sus frascos de colonia en el árbol.