Cuando murió mi padre y abrimos su armario encontramos miles de décimos de lotería de sorteos ya celebrados. No nos molestamos en comprobarlos, primero porque los premios caducan a los seis meses y segundo porque, conociendo a mi padre, esos billetes no habían sido premiados ni con el reintegro. A mi padre no le tocó nunca nada, sólo unos cupones de los ciegos, premiados con noventa mil pesetas, o algo así, que mi padre se gastó posiblemente en whisky y en comprar más cupones. Yo sigo igual camino, juego a la lotería y jamás me toca un puto euro, así que ya ven. Pero es entretenido, cuando se aproxima la Navidad, entrar en la pesadísima mística del sorteo más famoso. Ahora han puesto a la inteligencia artificial en la pegajosa tarea de averiguar el gordo. No hagan caso, el número del gordo de Navidad no lo averigua ni la madre que lo parió. Ustedes sigan soñando con los décimos, cómprenlos al día siguiente y hagan las cábalas que quieran, porque saldrán los que les dé la gana a los niños de San Ildefonso, que son los que manejan las bolas que salen de los bombos. Por lo demás, la misma gilipollada que rodea al sorteo, que si esto ocurrió en 1947 y esto otro en 1960. Hay tres cosas que nunca fallan en este país: el Real Madrid, el Corte Inglés y el gordo de la lotería de Navidad. Todo lo demás es una gran mentira, sin pies ni cabeza. En fin, les animo a que jueguen moderadamente (y sólo si son mayores de edad). De todas formas, quién se iba a enterar; ah, sí, Hacienda, que despliega sus afiladas garras sobre el sorteo más famoso del mundo. Yo siempre juego al mismo número, que jamás va a salir. Que se joda la Agencia Tributaria.