Ahora vivo la vida despacio, aunque se vaya -la vida- a la mierda deprisa. Es una contradicción, pero es así. La ventaja del nada que hacer te concede cierta paz, aunque yo creo que en estos tiempos de persecuciones políticas, fiscales, ideológicas, nadie encuentra del todo la paz. El otro día hablaba brevemente de la desaparición del periodismo. Nunca -al menos en España- vivió el periodismo una época de mayor descrédito, sobre todo por la escasa preparación de los profesionales. Existen otras causas pero no me conviene citarlas. Agradezco al dueño de mi destino que mis hijas no se hayan decidido por esta profesión de robaperas, cada día más en el suelo, más pisoteada por la ética. En los digitales, la vieja tradición de la pirámide invertida cuando redactas una noticia y de que el título refleje de manera contundente el contenido se ha hecho trizas. Te obligan a entrar en la noticia para sumar una más en el inexorable contador que mide la audiencias. No puedes pasar de largo. Y cuando entras en el texto resulta que te engañan y te ofrecen otro que nada tiene que ver con lo que andas buscando. Esto no es periodismo, pero en mi caso supone vivir la vida despacio, pero cabreado. Usando un título de película, este tampoco es un país para viejos, sino un país para imbéciles. En fin, que a la vejez tengo que vivir un periodismo como el que no me enseñaron y yo no culpo a nadie, me culpo a mí mismo de no haberme convertido a tiempo en Ciudadano Kane, que declaraba guerras como la de Cuba a los españoles e influía en el transcurso del mundo. Desde aquí no se pueden hacer esas cosas. En España, Polanco, los Luca de Tena y pocos más lo intentaron. Yo soy una especie de espermatozoide cojo: nunca llegué a tiempo a nada.