El inglés es muy particular y durante siglos ha vivido de sus frases. Yo conozco poco la Inglaterra rural, pero sí la urbana. El otro día, viendo un capítulo de Dontown Abbey, pesqué al vuelo una frase curiosa: “Ningún inglés se atrevería a morirse en la casa de otro y mucho menos si no lo conoce lo suficiente”. Los ciudadanos portuenses sabemos mucho de los ingleses, porque los sufrimos y los disfrutamos desde hace siglos. Recuerdo a una vieja y pelirroja inglesa llamada Miss Margaret que tenía una rubia Austin de carrocería de madera. Era una de las pocas mujeres que conducían en el Puerto y jamás se mezcló con la población local, aunque se mostraba saludadora y amable. Vivía, me parece, cerca de La Calera. Otro inglés, Míster Park, sufría del mal de San Vito e iba por la calle con un maletín de mano, pero sin nada en su interior. La nariz le tocaba la mandíbula cuando se reía. Charlotte Bromtë, autora de la novela romántica Jane Eyre, y que probablemente era poco religiosa, decía que “en los últimos años ha caído sobre el norte de Inglaterra una lluvia de párrocos”. Benjamín Disraeli, primer ministro británico, solía apostillar que el Reino Unido era una nación de tenderos; y no le faltaba razón. No he visto una sociedad que murmure más y que mienta tanto, creyéndose sus mentiras. Eso sí, muy elegantemente. ¿Cuánto les ha costado reconocer que Nelson fue derrotado en Tenerife? El cinismo británico es religión. Voltaire decía que el perfecto inglés viaja sin una idea fija, paga a buen precio las antigüedades, lo mira todo con aire altivo y desprecia santos y reliquias. Pero, claro, aquí en Canarias vivimos de ellos. Se atribuye a don Domingo Pérez Minik esta frase: “Canarias ha cometido dos grandes errores: no haber dejado entrar a Nelson y haber dejado salir a Franco”.
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