El pasado martes, y me arrepiento, agarré tremendo pedo comiendo con los amigos de la peña en el Casino de los Caballeros. Me arrepiento, no porque diera espectáculo alguno, que no es el caso, sino porque un pedo a esta edad es, más que un grato momento de alegría, un garabato mental. Tuve que dejar el coche en Santa Cruz y llamar a mi sobrino Sergio, que es una mula de carga para nosotros, los viejos. Lo llama su padre para que lo pasee por los hospitales y lo llamo yo, si alguna vez me cargo. El problema más grave fue que también hube de llamar al periódico, por primera vez en mi vida, para que colocaran un artículo viejo y también que me dejé en el Bar Atlántico un libro, el de Paco Pimentel, que me había regalado mi amigo Antonio Salgado. Espero que mi buen amigo Ayrán, a quien le di el coñazo con mi cargacera, lo haya recuperado, porque la gente normalmente no se mama nada y mucho menos, libros. Ahora mismo, superado el sopor del whisky, estoy escribiendo el artículo y dejando atrás el pedo; y ustedes perdonen. Es que fueron muchas alegrías juntas. Hacía tiempo que no veía a mi querido Leo, el hijo del inmortal Pichote, que le dio por dejar el barrio a los 42 años y hacernos huérfanos a todos. Se juntaron un montón de emociones y todo esto contribuyó a que se me fuera de madre el escocés y se me aflojaran las piernas. Menos mal que Arturo Trujillo, querido compañero, me dio su brazo y así aguanté hasta que alcancé el primer árbol. No hay nada mejor que un árbol para sostener la peda y disimular el deterioro. En fin, que lo siento, más que nadie, por mí. Porque una melopea similar a mi edad es un pasaporte al infierno. Y eso.