Salió Papa Noel de su cajón de Conforama, decorado con la bandera americana, y arrastró en su trepar por uno de los resbaladizos laterales de la caja, al portal de Belén, a los Reyes Magos y hasta un árbol construido con piñas de pino quemado del monte. Hay que ver la fuerza del reno, que además arrastró su trineo y las luces intermitentes. Mi cuarto de estar se convirtió de golpe en una fría Laponia y en una calurosa Palestina. Es decir, que quienes digan que la paz es imposible se equivocan, porque un territorio apacible y blanco de aurora boreal se fundió, sin querer, con otro polvoriento, seco y cargado de historia. En mi familia creen en el niños Dios y en el Papa Noel, pero yo no. Eso sí, respeto las tradiciones e incluso, en mi niñez, aseguraba haber escuchado a los Reyes Magos beberse la coca-cola y comerse las galletas que mi padre les dejaba en una mesita, al pie del árbol. Nunca intenté explicarme cómo los camellos podían entrar por la puerta de mi casa y el Papa Noel deslizarse por la chimenea, porque la puerta era más bien pequeña y no había chimenea. Pero ocurría. Los milagros suceden en cada mes de diciembre, cuando los grandes se vuelven niños, cuando dejan de disparar los fusiles y cuando los niños se suben a las azoteas para ver las lucecitas del monte, que son las antorchas de los pajes que conducen los camellos a las petas de los cuales van Melchor, Gaspar y Baltasar. En la Navidad todo es incomprensible, por lo mágico, y todo el año tendría que ser Navidad, aunque imaginármelo solamente me parece una locura. Porque en la Navidad la gente tropieza una con otra y anda como abobada, pensando qué le va a comprar a los cuñados, que deberían estar prohibidos. Coño, me ha salido un cuento.
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