por qué no me callo

El círculo vital de Juan Cruz

Ser isleño tenía mala prensa a mediados del siglo pasado. Significaba atraso, desigualdad de oportunidades, era un baldón. Ahora despierta una curiosidad optativa, no solo turística, se cotiza en la era del teletrabajo. Ser canario goza de prestigio.

Juan Cruz, premio Patricio Estévanez de la APT, ha cubierto todos los objetivos en el periodismo, es un escritor consagrado, debutó a los 13 años y tiene un nieto que no le va a la zaga en precocidad. No debe disculparse ni responder a la pregunta de cuándo se va a jubilar. Quizá los periodistas no se jubilan nunca, aunque se retiren de la primera línea.

Decía Pérez Minik, mirando al mar, “hay que joderse”. Después vino Saramago a vivir y antes se editó aquí Gaceta de Arte y nos visitó Breton. Es cierto que iba y venía gente importante; en todos los tiempos llegaron pasajeros célebres a este caravasar. Bertrand Russell, Neruda, Günter Grass… Pero antiguamente esto era el culo del mundo. Ahora, en cambio, tiene caché. Canarias no es lo que era. Ya se edita en Madrid, se canta en capitales de rango y se es número uno en Spotify, se nos ve en teatros, en cines y en estadios de fútbol. ¿Qué más podemos pedir? Juan ha visto y ha vivido las dos épocas, la del ostracismo y la del pedigrí. Pero el periodismo es otro cantar.

A este hombre inasequible al desaliento no hay quien lo tumbe en las postrimerías del oficio tal como lo conocimos. El superviviente Juan Cruz desmiente todas las crisis del periodismo, incluida la del papel. Cuando irrumpió la televisión dieron a la radio por muerta y ahí sigue. Pero ahora viene un tsunami, la inteligencia artificial, y Juan es el oráculo que nos puede sacar de dudas. ¿Nos devorará el monstruo? ¿Acabará con la democracia, con el capitalismo, con la verdad, con la inspiración? ¿O será su tabla salvadora? Nos encontramos justo en el umbral de esas tinieblas.

Los periodistas están por redefinirse o por redimirse y quizá por reinventarse. Primero lo pusieron todo patas arriba quienes asaltaron las redes sociales y ahora vienen los chatgpt y los chatbots y toda la tropa. Es posible que estemos hablando de los últimos discípulos de Heródoto o de un salto en la historia del ágora al robot.

“Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”. La célebre cita de Eugenio Scalfari se la escuchó decir Juan en los ochenta, en la inauguración de la escuela de periodismo de El País. Y si cambia el constructo por la invasión de los chats, pues habrá que retocar el apotegma del venerado periodista italiano y decir que nos hemos mutado en un basilisco ingobernable.

Acaso Juan Cruz sea nuestra mejor trinchera. El último periodista de carne y hueso que desafíe a la máquina. En El País eran legendarias su ubicuidad y promiscuidad periodísticas, su hiperactividad y lucidez. Circulaba el mito de que se las arreglaba para estar en varios sitios al mismo tiempo y no paraba de hablar por el móvil, como un anticipo del cíborg al que ahora propendemos, y escribía novelas y reportajes al alimón, y volaba a Tenerife por la mañana y cenaba con Vargas Llosa en Madrid, y recetaba nostalgias del Puerto de la Cruz a los medios de las islas y era el mejor comisionado para que le concedieran el Nobel a un autor de la factoría de Alfaguara que él dirigía, y tantas cosas juntas y dispares coexistían en el intrincado circuito temporal del mejor periodista cultural español, Premio Nacional en 2012.

Un isleño -esa otra definición adhesiva de Juan- es una isla hasta cuando no está en ella, la isla va con nosotros a todas partes, según Samuel Becket. Por alguna extraña razón nuestro periodista de cabecera ha tenido que dar constantemente explicaciones de su condición insular. Si supieran los madrileños, tan ombliguistas como los isloteñistas, que a Juan Cruz lo que le ha dado alas es justamente haber nacido en el laberinto de una isla y volado al continente con el instinto de Ícaro… Saramago descubrió el carisma de ser isleño y se enfundó en la isla. Convencido de que tierra adentro le hacían la vida imposible (boicotearon una de sus novelas en Portugal), buscó refugio en esta orilla y escribió Ensayo sobre la ceguera en Lanzarote, que le llevó hasta el altar de Estocolmo, en aquel viaje de Azinhaga a Tías y al Olimpo sueco de los dioses. La misma inercia de Cesar Manrique, en su regreso sentimental al origen de todos los vientos, la isla negra. Pepe Dámaso siempre cuenta que su amigo le escribía cartas desoladas desde Nueva York y cuando retornó, volvió a volar exultante.

De manera que lo que ha salvado a Juan Cruz (Premio Taburiente de la Fundación DIARIO DE AVISOS 2017) es no haberse ido nunca del todo, como decía Beckett, haber permanecido en el trayecto de ida y vuelta, en la entrada y salida de viajeros de Domingo Pérez Minik. Hubo un tiempo por estos lares en que ese era un asunto de airado debate: los que se iban y los que se quedaban. Se iban Chirino, Millares, Padorno y después Juan Cruz y unos cuantos más de su generación. Y se quedaban notables autores de fama local. Al periodismo le agredió ese dilema. Y el gran reto era irse a Madrid a triunfar. El que se quedaba, se sentía un fracasado inconsolable según aquella errónea percepción que dio lugar a inquinas inquilinas y cainitas. Pero Lezama Lima no salió de Cuba. Ni Rafael Arozarena abandonó la isla para ganar notoriedad.

Hoy se han desvanecido los traumas de ser isleño o cosmopolita. Los jóvenes creadores viajan a donde les da la gana, escriben, cantan o bailan y suelen regodearse de que la isla es el mundo. Se acabó la discusión. A Juan le cabría, de toda aquella controversia, el arresto de haber cruzado el charco en tiempos difíciles con más riesgos que garantías y haber recogido los frutos. No era fácil, decía Umbral, que saltó de Valladolid a Madrid.

Una de las cosas que más le joden a Juan Cruz es que le vean por aquí y le pregunten mecánicamente: “¿Juan, cuándo te vas?”. El destino del hombre está escrito. También el de escritor. Nada hacía presagiar que Juan, habitado por el asma en un cuarto de su casa natal en el Puerto de la Cruz, iba a ser un periodista sin fronteras y un narrador de altos vuelos. Así que el destino, el muy zorro, se lo tenía guardado.

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