Ayer, cuando fui a recoger el coche a Martiánez para ir a almorzar a Los Limoneros, me topé con una escena inesperada. Dicen que la paloma es un símbolo de paz, quizá se lo debamos a Picasso, entre otros. Gila no usaba palomas mensajeras en sus guerras, sino que enviaba los avisos confidenciales atados a las patas de las gallinas. De las gallinas mensajeras. Las palomas se atontan en agosto con el calor y se meten debajo de los coches para morir aplastadas. Un palomicidio el de cada verano. Las palomas sólo comen y cagan; por eso existen alcaldes que ordenan su exterminio, porque son capaces de cargarse (las palomas, no los alcaldes, que también) el patrimonio municipal con sus ácidos intestinales. Ayer, una paloma herida en sus patas recibía la comida de otra, grano a grano, en una calle peatonal del Puerto de la Cruz. Los ojos de la paloma impedida eran un poema al agradecimiento y al amor. Y la otra ave, sana, erguida y digna, recogía los manjares de la calle y los depositaba, con el método Rubiales, en el piquito de la lesionada. Pensé en hacer una foto con el móvil, pero recordé al instante que ellas también tienen su dignidad. Y no la hice, quizá habría ganado un premio con la instantánea, pero ustedes saben que a mí los premios me la renflanflinflan. Mas la escena me hizo pensar: no todo es violencia y rapiña entre los animales. También existe la solidaridad, el cariño, la cercanía y la protección entre ellos, sobre todo entre iguales. Yo habré perdido la foto del año y un premio de la Colombófila, pero aquello me dio para darle vueltas al tolmo toda la tarde. Qué imbéciles somos los humanos comportándonos como tales. Deberíamos imitar a las palomas. Y a las gallinas mensajeras.
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