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Margarita

Estaba tomando unos whiskies en un bonito bar de Isla Margarita, donde cantaba un tipo muy bueno, cuyo nombre no recuerdo. Conmigo se encontraba el gobernador de Nueva Esparta, que todavía lo es, Morel Rodríguez. Me fijé en una chica que estaba en la barra y me acerqué a ella. Era muy simpática y habladora y yo me hacía el simpático y el hablador. La conversación debió subir de tono por ambas partes, en el sentido romántico y atrevido que pueden llegar a alcanzar ciertas conversaciones; reconozco que estaba algo cargado. Lo cierto es que de la rebotica del bar salió un tipo con algo en la mano. Nunca supe si era una barra de hierro o una pistola. Ni más ni menos que el marido de la chica, que notó demasiado confianzudeo en los diálogos. Si no es por la oportuna intervención del gobernador, que llevaba escolta me parece, aquello se habría convertido en un aquelarre. Me acordé del lance porque mientras escribo suena la música del cubano Barbarito Diez -no lleva acento su apellido-, los famosos danzones. Y en aquella ocasión del bar una pequeña orquesta margariteña tocaba la música de Barbarito, que a mí me encanta. Al final todo se arregló y creo que hasta el airado maromo se tomó una copa con nosotros, aunque eso no lo puedo asegurar. Lo que sí les cuento es que comenzó a entrar la juventud al recinto y cuando me dirigí a unas chicas para decirles algunas tonterías -no escarmenté-, una de ellas me miró y me largó, a quemarropa: “¿Qué te pasa a ti, ancianeitor?”. Si eso fue hace treinta años, ¿cómo me llamaría ahora? La moral se me bajó a los pies y jamás lo volví a intentar. Y es que todo tiene su momento: las lágrimas negras, la nostalgia, el jilguero y el algarrobo y la madre que los parió.

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