Unos lo asemejaban al sonido de una cortadora de césped y otros al de una ametralladora. Pero los vecinos de Tampa, en Florida, estaban la semana pasada hasta las bolas de un ruido, convertido en estruendo. Los residentes en la zona sentían que sus cuerpos temblaban y que la escandalera les creaba escalofríos; una sensación molesta de origen ignorado. La Policía local hizo sus averiguaciones y no fue capaz de determinar la razón del ruido, que seguía atormentando a la vecindad, día tras día. Hartos, los vecinos de Tampa -cuyo gentilicio no será tampones, supongo- contrataron a un experto en cosas del mar, el doctor James Locascio, que agarró una lancha, se metió en el océano y comenzó a escuchar atentamente el sonido, que le resultó familiar pues parece que el hombre lo había percibido en el pasado. El científico llegó a la conclusión de que el escándalo procedía del fondo del mar, concretamente de donde se aparean las lubinas negras, unos lebranches de más de 50 kilos. Claro, miles de ellas dale que te pego al mismo tiempo. Parece que el cortejo del macho y el gustete de ambos provoca esa sonoridad, que se extiende por el mar y se cuela por las rendijas de los edificios más cercanos a él, molestando a sus habitantes. Cuando lo del Bicho del Realejo, un sargento de la Guardia Civil del puesto del Puerto de la Cruz, enfundado el tricornio en su amplia frente -era calvo-, se empeñó, allá por el año 71 del siglo pasado, en que los ruidos procedentes de una cueva del barranco de Godínez eran suspiros de enamorados. Pues, no. Procedían -dijeron- del apareamiento de las pardelas. Pero aquello originó una romería. El sargento se murió con las ganas de confirmar su teoría. Lubinas negras no eran, porque allí agua no había.