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Fin de fiesta

Por fin se acaba la cosa carnavalera y todo vuelve a su sitio. El lunes, tras el baldeo, se podrá entrar en las tiendas sin tener que saltar el charco de meados y los pueblos recobrarán su olor habitual, tras padecer un derrame de urea. Estas fiestas se han convertido, con los años, en las fiestas del orín. Antañazo eran las fiestas del rabinaje, pero con esto último hay que tener mucho cuidado, porque hace años el personal se llevaba un bofetón, pero ahora pueden ponerlo entre rejas. Yo en Carnavales me quedo en casa, viéndolas venir. Es mejor que caminar por la ciudad, chapoteando, porque el asfalto y el empedrado se cubren, con los días, de un chapapote pegajoso que te arranca las suelas de los zapatos. Todo lo que digo es digno de un estudio sociológico que yo no pienso hacer, porque no será un servidor quien le quite a la gente el gusto. A la gente de esta isla le encanta la poca gracia de las murgas y la peste a sudor de los danzones, así que ahora no voy a componer un ditirambo sobre lo contrario. Si les gusta, pues para ellos. El Carnaval se está muriendo, porque siempre es el mismo, desde que Paco Padrón inventó el de día, que también se apaga, porque no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista. Además, ya no están Billo Frómeta y Celia Cruz, ni tampoco el Charlot grabador, que eran los tres pilares de la tierra quemada, o meada, como quieran sus mercedes. Todos han pasado a mejor vida y nosotros, de momento, seguimos aquí, oliendo la fiesta, que languidece este fin de semana, aunque luego vendrán el Carnaval de Los Cristianos y otras horteradas. Ahora, a desinfectar los borceguíes y a seguir viviendo.

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