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Marrakech

Si todo lo que contaba aquel moro fañoso que nos llevaba en calesa desde el aeropuerto hasta el hotel Mamounia era verdad, el Mohamed tenía que haber cumplido los 120 años, es decir, que había vivido dos vidas. Qué tío. Cuando nos bajamos del coche de punto teníamos la cabeza como un bombo. Fue en el comedor del Mamounia donde mi amigo Francisco Hernández, el Pichote, que en paz descanse (murió recién cumplidos los 40), advertido de que los moros agradecen el eructo post ingesta de cordero, lanzó tal bramido que los otros comensales presentes se echaron cuerpo a tierra, creyendo que se trataba de un atentado. Yo soy el primero que engañó a un moro, en una de aquellas visitas. Me dirigí al zoco de Marraquech e introduje en el bolsillo trasero del vaquero una cartera vieja, en cuyo interior había un cromo de cigarrillos con un verso de Nijota. Sentí cómo alguien metía la mano para robármela y me entró la risa floja. Seguramente un cromo con un verso de Nijota estará enmarcado todavía -los moros no tiran nada- en una destartalada casa de Marraquech. El verso decía: “No te escarranches, María/en el filo de la era/porque el polvillo del trigo/ se mete por donde quiera”. Aquella ciudad sí que tiene un olor especial, que va desde la moñiga de burro a la sofisticación y a la finura. El nivel cultural de Marruecos ha dado un salto y la distancia entre lo cutre y lo fino es enorme, atractiva, singular y distinta a otras distancias. Diferente de El Cairo, cuando visité a aquel fabricante de perfumes homosexual, que imitaba exactamente cada marca que le pidieras. “Deme un litro de Chanel número 5”; y allí aparecía. “Quiero un Issey Miyake fresquito” y lo tenías. Qué tiempos. Dentro de un par de meses les hablaré de Mikonos. Me han invitado mis hijas una semanita.

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