tribuna

Tierra cuarteada

El mes horribilis de enero, que ha dejado en las aguas canarias a decenas de migrantes muertos y miles de supervivientes, más de la mitad del año pasado, cuya estela se prolonga estos días agrandando las dimensiones de la catástrofe, no es nada ajeno a la postal de un país en constante desatino. Los cayucos de Canarias o la sequía catalana abundan en la crisis emocional de la España febril de este febrero.
La política, ese volcán, es una erupción sin tregua. Este mes se la juega Feijóo en Galicia, si pierde la Xunta. También Sánchez se reexamina en el feudo conservador por excelencia. Veamos cómo supuran las heridas.
La foto de Feijóo y Manfred Weber, en Bruselas, conversando cabizbajos, es todo un poema. Son horas decisivas para el líder español de la derecha y para su homólogo en la Eurocámara, el político democristiano alemán al que Sánchez preguntó, a propósito de los pactos PP-Vox en España, si admitiría en Berlín que retornaran las calles dedicadas aI III Reich.
Está la olla a presión de la ley de amnistía, que entró en el congelador del Congreso y ahí puede quedarse si Junts no se exorciza en estos quince días, pero, en paralelo, está el calvario del PP y de Feijóo, que vive el déjà vu del 23J este 18F (en menos de dos semanas), ante el riesgo de que se repita la historia y el PP pueda ser desbancado por una coalición de izquierda, con el BNG al frente. No sería solo la victoria de Ana Pontón sobre Alfonso Rueda, sino la segunda derrota consecutiva de Feijóo a manos de su némesis, Pedro Sánchez. Es altamente probable que salve este round el presidente del PP, que no se presenta en su ‘aldea gala’ por primera vez desde 2009, pero lo hace en la sombra, al frente de una campaña personalizada por razones obvias. Aquel pinchazo de las encuestas en las elecciones generales es un trauma que arraigó en Génova, donde se recuerda que el tótem del partido, Manuel Fraga, gallego como Feijóo, perdió las elecciones autonómicas de 2005 por un solo escaño.
En 1996, mucho antes de que el patriarca quedara en la orilla, Aznar vislumbró la crisis de la mayoría absoluta -el vellocino de oro de los partidos estatales- y pactó con el diablo. Fue el Gobierno-ensayo de lo que hoy ya es moneda de uso corriente: cerró acuerdos con todos los nacionalistas que se le pusieron delante -CC, CiU y PNV, por este orden- y gobernó contentándoles. Tres décadas después, tentando a su suerte, Feijóo rompió los puentes con los socios tradicionales y forjó con los jayanes de Vox una suerte de músculo conservador autonómico que le pasó factura en las urnas generales.
La mayoría absoluta ya quedó obsoleta. Extraña que dirigentes avezados de la derecha española se alarmen de las dificultades del Gobierno cuando se vota en el Congreso, por los racaneos de sus asociados. Esa es la medicina de la democracia sin mayoría absoluta, que le aguarda al PP para cuando tenga que habérselas con Junts, ERC y PNV, sus futuros socios potenciales (por cierto, una vez la amnistía le allane el camino). De su ilusiva componenda con Vox basta con ver lo que está pasando en Baleares para ver las patas cortas de ese pacto consanguíneo. Como intuyó Aznar, el PP ha de recomponer las alianzas para gobernar un país diverso por definición.
Esta lección la vienen predicando los nacionalistas canarios desde 1989, con el voto pionero de Mardones a Felipe González, cuatro años antes de que entrara en escena Pujol (CiU, matriz de Junts). Cuanto más rápido digiera el PP ese nuevo-viejo dogma, antes mirará al futuro con realismo. Feijóo podrá gobernar como Sánchez, con estómago y cintura, pero ha de preguntar a su paisano Rajoy cómo se las arregló para librar las luchas intestinas y seguir liderando. Pablo Casado es un síndrome que Feijóo deberá superar o tendrá los días contados si persigue a Sánchez mientras a él le persigue su propia sombra como a Jung.. En 2017, Rajoy se reunió en secreto en el hotel Santa Catalina con Román Rodríguez (la derecha y la izquierda nacionalista juntas) para pactar los Presupuestos Generales del Estado de ese año. La historia no admite dudas.
El conflicto catalán y esta rocambolesca disputa de políticos y jueces sobre la amnistía del procés son carne de Netflix. Lo verán nuestros ojos y habrá actores que opten al Goya encarnando a Sánchez, Puigdemont y Feijóo. País de arquetipos.
Hay una innecesaria sobreactuación de los actores reales que participan de esta larga parodia. El llamado espíritu de la Transición debería bastar para contemporizar con una ley conciliadora hacia una de las latitudes calientes del país. En otro tiempo, el problema era Canarias, entre la ONU y la OUA, pero estamos lejos y en Madrid lo han olvidado. Aquella generosidad de los años 70 y 80 se ha ido perdiendo. Y en esto ha de reconocer la derecha que es más hostil que la izquierda. Le cuesta más perdonar, pese a tener un efecto de sanación contrastado. ¿Por que vivir de rumiar a ETA y el procés? ¿Y si no fuera verdad que da votos a la derecha y conviene actualizar el software?
En España se discrimina hasta por el color de la lengua. Tener idioma propio reaviva la llama del castellano Imperial. Feijóo decía antes: “Galicia es una nación sin Estado” (2014, en el Círculo de Economía de Barcelona). Y en Canarias se opinaba que la distancia es como el idioma de la geografía.
Nuestro caso (Canarias) es curioso. Venimos de arrastrar la fama de ser el culo del mundo y ahora crecemos más que el resto de España, con más superávit que nadie, y recibimos turistas como antes jamás tras saber lo que es un cero pandémico. Nunca vinieron tantos ministros por la alarma de los cayucos y pronto vendrá hasta el papa. Y, pese a todo, gozamos de un grado de convivencia y calidad democrática que ya quisieran en la Villa y Corte.
Hubo un tiempo en que Canarias era para la Moncloa un dolor de cabeza y Felipe González y Carlos Solchaga nos amenazaban con el famoso artículo 155 de la Constitución, conflicto histórico que ha desempolvado la muerte de Olarte. Poco antes, Felipe González perdonó a Cubillo por sus ataques radiofónicos y sus cócteles molotov, y el prófugo independentista regresó a Canarias, sin que nadie se rasgara las ‘investiduras’ como con Puigdemont. Estamos hablando de 1985, hace unos 40 años.
Cada autonomía ha tenido lo suyo en cada época y momento, y solo con mano izquierda las heridas cicatrizaban. Pero ahora en Cataluña, en plena sequía, la herida sigue abierta como la tierra cuarteada.

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