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Mi vida

Mi vida ha sido como una estación de postas, de aquellas del Far West. De postas y de sueños. Cada una de las casas que he habitado se reburujan en las noches y componen la sinfonía de mis 76 años, aunque, si fuera verdad todo lo que cuento en mis crónicas, debería haber cumplido 110. El sueño retrataba el bar de Paco el Lanas, que estaba en la calle General Mola, pero la mente lo situaba por La Marina, convertido en barbería. Y Paco no era mesero, ni hacedor de bocadillos, sino fígaro, aunque seguía contando las historias de sus tiempos de los 40, cuando jugaba en el Tenerife, corriendo por la banda con sus lanas al viento. De pronto pasó por allí Alvarito, el hijo de Vargas Llosa, que una vez estuvo en mi casa de postas de La Laguna y en la acera vi a una pareja -él en bolas, ella vestida ligeramente-, que rezaba contra la fin del mundo frente a la pared de una vieja mansión. Mientras fui a buscar la cámara, que guardaba en el bolsillo de mi chaqueta, colgada del perchero de la barbería, para inmortalizar el rezo, los orantes se esfumaron y no pude tomar una gráfica de premio. Con estos parámetros se hace imposible que yo escriba otra novela porque lo que saldría sería un disparate y, como es habitual, no la meterían en la Biblioteca Atlántica, donde sólo editan a los muertos y a algún que otro vivo muy vivo. La crónica no es un vals, sino un rigodón, y los sueños no se editan porque se evanescen. La vida es un soplo gaseoso y rápido, a veces compuesta de capítulos tan ligeros como los sueños y yo sé que jamás volveré a ver a la pareja arrodillada en la acera ni a Alvarito Vargas Llosa buscando a su padre por una calle de la ciudad.

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