la carta

Feijóo no echará a Sánchez si no rompe con Abascal

Hace sólo tres semanas, en su habitual sondeo mensual, Sociométrica atribuía al PP un 39,4% de los votos y 168 escaños, con nada menos que 60 de ventaja sobre el PSOE, en unas hipotéticas elecciones generales. Era su mejor registro, desde la pírrica victoria del 23 de julio.
Aunque pusimos el foco informativo en la ventaja de 12,5 puntos que esa misma encuesta otorgaba al PP de cara a las ya cercanas elecciones europeas, ambos datos subrayaban una tendencia que en ese momento parecía irreversible.
Feijóo llevaba camino de dejar KO a Sánchez en unos comicios de circunscripción única como los del 9-J y empezaba a acariciar algo cercano a una mayoría absoluta, cuando se convocaran las generales, en una legislatura con muy poco horizonte de continuidad.
La pueril maniobra de los cinco días de reflexión de Sánchez sobre si le “merecía la pena” seguir parecía haber movilizado aún más al electorado popular y todo auguraba una espectacular concurrencia a la manifestación contra la amnistía convocada ya para este domingo.
Lo esencial de aquellos números era que, sumando el escaño seguro de Coalición Canaria y el probable de UPN, Feijóo tenía la investidura a tiro, prescindiendo de Vox. Bastaría la abstención de Junts o incluso la del PNV para imponerse a las izquierdas aglutinadas por Sánchez. Algo altamente probable una vez que la extrema derecha quedara fuera de la ecuación.
Todas las demás métricas sonreían también al líder del PP. Feijóo superaba, como de costumbre, en valoración a Sánchez. Pero, además -y esto era sólo la segunda vez que sucedía- era también el preferido cuando se planteaba un duelo cara a cara, sin más opciones que ellos dos para llegar a la Moncloa.
Sin embargo, el resultado de las elecciones catalanas del 12-M truncó esas expectativas y esa tendencia. El rotundo triunfo de Illa permitió a la Moncloa reivindicar la utilidad política de la amnistía e hizo rebotar a los socialistas.
En el sondeo especial del pasado domingo 18, el PSOE recuperaba 9 escaños y el PP caía 8 respecto a la situación de dos semanas antes. La distancia se acortaba pues en 17, pero sobre todo Feijóo -con 160- volvía a depender de Vox para llegar a la Moncloa.
La evolución de los demás parámetros era correlativa. La ventaja del PP ante las europeas se acortaba en 4,4 puntos y Sánchez volvía a ser preferido a Feijóo en el mano a mano. La desagradable amenaza de una repetición de la dinámica que hace diez meses dio la mayoría a Sánchez volvía a planear sobre el cuartel general de Génova. Y el Duo Destripadores no había dado aun su concierto del Vistalegre Arena.
Si lo mejor de las elecciones catalanas fue el auge de los dos grandes partidos constitucionales -PSC y PP- que, al subir en 21 escaños, acabaron con la mayoría separatista en el Parlament, lo peor fue sin duda la consolidación de Vox.
El mantenimiento de los 11 escaños, obtenidos en 2021 cuando el PP quedó reducido a 3, cuestiona que entre la ultraderecha y el centroderecha existan vasos comunicantes con un caudal apreciable de votos; pero a la vez sugiere que, al menos en Cataluña, Vox ha logrado una implantación estable.
Tan estable como absolutamente estéril pues siguen pasando los días y Garriga ni siquiera se atreve a exhibir la llave de la mayoría alternativa frente a la que Illa trata de conformar para ser investido con los votos de Esquerra y los Comunes. Nadie diría que PSC, PP y Vox tienen 68 escaños -o sea, la mitad más uno- en el Parlament.
Vox no mueve ficha, no exige ni ofrece nada, porque no ha nacido para la política sino para la bronca y el ruido. Y, sin embargo, sigue estando ahí, pese a los alentadores indicios que supusieron sus pésimos resultados en Galicia y el País Vasco.
Todos sabemos cuál es la utilidad de cada partido político. Hoy por hoy Vox sólo sirve para ayudar a Sánchez a conservar el poder. Y con qué eficacia lo hace.
Lo hace encarnando al espantapájaros ultra que el presidente describe, entre exageraciones y adornos, un día sí y otro también, para que los votantes centristas o indecisos no se posen en los predios del PP.
Incluso en la extrema derecha cabe distinguir entre quienes tratan de ir ampliando su proyecto político y quienes sólo buscan dividir a la sociedad y estimular el odio mediante la violencia verbal. No hay más que ver la diferencia entre el tono de las intervenciones de Marine Le Pen y, sobre todo, Giorgia Meloni -en eso tiene razón Feijóo- y la concatenación de exabruptos con que el domingo nos enfangaron Abascal y Milei.
Claro que Milei no es un fascista. Cómo va a serlo un dinamitero del Estado. Pero sí es un ultra, disfrazado de libertario, empeñado en la confrontación despiadada y desmedida con todo lo estereotipable como izquierdista o simplemente “progre”.
Milei es un intolerante, un buscador de gresca revestida de “guerra cultural”, un faltón recurrente y por lo tanto, como Trump, no sólo un iliberal sino un antiliberal. Por mucha motosierra que exhiba, la libertad no es una res que pueda despiezarse caprichosamente. O te la llevas entera a casa, viva y conflictiva, o no podrás alardear de ella.
En el caso de Abascal cualquier atisbo de ideología se diluye en el oportunismo de sus malos modales, su machismo atávico y su reiterativa exaltación de la violencia. Abascal es el que instiga y aplaude los asedios a la sede de Ferraz, la quema en efigie del presidente del Gobierno, la ensoñación de verle un día colgado “por los pies” o el desahogo de “correrle a patadas y gorrazos” junto a sus ministros.
Estamos a un paso de la dialéctica de “los puños y las pistolas”, simulada por cierto contra Ayuso por el aún diputado autonómico Pablo Padilla. Si Más Madrid no tiene valor cívico para expulsarle de su grupo, podría traspasárselo a Vox sin prima de fichaje.
Abascal será un chollo para Sánchez mientras España sea una democracia y la mayoría de los españoles abominemos de su política de la testosterona. “Si ellos tienen la ONU, nosotros tenemos dos y bien puestos”, dijo el viernes en Gijón, remedando el torpe juego de palabras del franquismo. El sueldo de Abascal se lo tendrían que pagar Ferraz o Moncloa con cargo a sus fondos reservados, en lugar de todos los españoles.
La rentabilidad del acto de Vistalegre para el PSOE está bien a la vista. Los derrapes de Milei llamando “calaña” al presidente y “corrupta” a Begoña Gómez permitieron a Sánchez retirar a la embajadora de Argentina, en un gesto excesivo de esos que gustan a su propia barra brava.
Y las “patadas” y “gorrazos” de Abascal le resolvieron la comparecencia parlamentaria del miércoles. Sólo tuvo que derivar cualquier debate a la colaboración política que el líder del PP mantiene con el de Vox. El PSOE siempre surfea en su pleamar, cabalgando la providencial ola de Vox. Abascal nunca deja de acudir a esa cita.
Añádase a ello el oportunismo del reconocimiento de Palestina, en el momento de menor utilidad diplomática pero mayor rentabilidad electoral; y la irrupción de Tezanos con mayor desparpajo y obscenidad que nunca. Es como si el clamor contra sus intolerables ardides le estimulara a redoblar el servicio a su señor.
El caso es que apenas hemos tenido tiempo para salir a estirar las piernas tras las elecciones catalanas y ya nos han cambiado la tramoya para las europeas.
La prestidigitación gubernamental ha obrado el milagro y de nuevo parece que lo que se dirime el 9-J no es la supervivencia de Sánchez sino la de Feijóo. Es como si en vez de asistir a la culminación de un ciclo electoral encaminado a mostrar al presidente la puerta de salida, retrocediéramos a las vísperas de las gallegas cuando aquel inoportuno “off the record” volvió en tela de juicio la destreza del líder del PP como operador político.
Pronto bajará la marea. Por mucho que el riesgo del auge de la ultraderecha en la UE permita insistir en el maniqueísmo y la polarización a la que nos viene acostumbrando Sánchez desde que hace dos años fue noqueado en las elecciones andaluzas, resulta altamente improbable que el vuelco pronosticado por Tezanos se consume. Ni siquiera su trabajo de campo avala esa victoria del PSOE por cinco puntos.
Pero también empieza a desvanecerse un resultado parecido al de nuestra encuesta de hace tres semanas que dejaba poco menos que vista para sentencia la legislatura. Lo más verosímil es ahora una escueta victoria del PP, similar a la del 23-J, que siga dejando las espadas en alto.
Y si lo que sucede se ajusta a ese guion, la gran pregunta que Feijóo ya no podrá soslayar es cómo escapar de la tenaza en la que le tienen atrapado Abascal y Sánchez, demostrando a la sociedad que en realidad el uno trabaja para el otro.
La evolución electoral apunta a que la estrategia de la ósmosis, consistente en eludir la confrontación con Vox para ir captando discretamente a sus cuadros y votantes, está cerca de alcanzar sus límites.
La adscripción a la extrema derecha ha ido generando a través de las redes sociales y los medios ultras unos lazos de fanatismo parroquial que fortalecen el mismo efecto rebaño que se atribuye a una parte significativa de la izquierda.
Esas lucecitas que, vistas desde lejos, parecen náufragos a la espera del momento de ser rescatados entre el oleaje, son en realidad colonias de pirosomas o -nunca mejor dicho- “pepinillos de mar”, insertos en celdillas enlazadas entre sí. Ni el mejor de los samaritanos debería dedicar su vida a desgajarlas una a una.
La única utilidad alternativa que, además de apuntalar a Sánchez, podría tener Vox es la de centrar al PP. Para ello Feijóo y los suyos deberían pasar de la condescendencia y la colaboración crítica a una confrontación sistemática, equivalente a la que mantiene con el PSOE. La “derechita cobarde” se transformaría así en el centro valiente capaz de repudiar y combatir con igual determinación los abusos del socialismo en el poder y las amenazas del populismo ultra.
Es cierto que eso obligaría a Feijóo a romper abiertamente con Abascal y sobre todo a comprometerse sin ambages a no incluirle jamás en un gobierno encabezado por él.
Es cierto que eso pondría en riesgo gobiernos autonómicos y locales en los que el PP tendría que apañárselas para seguir en solitario hasta obtener mayorías absolutas en las próximas urnas.
Y es cierto que eso obligaría a Génova a ponerse el chubasquero ante la lluvia de improperios de ese sector mediático que, como Vox ha hecho del insulto a Sánchez su modus vivendi y pretende prolongarlo lo máximo posible.
Pero esa centralidad que Feijóo reivindica con ahínco y practica con desigual intermitencia es el único espacio desde el que puede construirse una mayoría social transversal que enarbole la bandera del cambio y ponga fin a la experiencia izquierdista iniciada en el 18 y acentuada desde el 22.
Esta es, como siempre, mi prescripción: en el riesgo está la esperanza.
Sin embargo, no puedo dejar de reconocer que, a nada que salve el nuevo match ball del 9-J, Feijóo tiene la segunda opción de quedarse sentado, esperando a que se consume la rebelión de los socios gubernamentales a quienes el vampiro presidente abraza de día y chupa la sangre de noche. Ni siquiera tendría que romper en ese caso ni con Abascal ni con nadie porque quien echaría a Sánchez no sería él, sino Puigdemont… o Yolanda Díaz.

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