Ayer fui a un guachinche, cosa extraña porque no me gustan, y vi una escena entrañable. Dos viejitos con audífonos, el padre ya entrado en la recta final, y la maguita con rostro de una bondad infinita, invitaron a comer a su hijo, un rebenque con muleta, con una pata averiada seguramente a causa de algún accidente de moto. El jodido aquel comía como un animal, a costa de la pensión de sus progenitores de ochocientos euros cada una, más o menos. Seguramente está apuntado al paro, como se dice por ahí, y se gasta las perras en grifa, porque la cara era de grifiento y el pelo lo tenía peinado en cresta de gallo, como un indio motilón desertado de la tribu. Uno se queda mirando la escena y se pregunta cuántos belitres de estos tenemos que aguantar en Canarias, granujas con el cerebro vacío, que comen como sabañones y no reparan en las necesidades de sus padres, que seguramente lo tienen acogido en su casa, porque está divorciado, tiene un hijo y no da palo al agua. Toda esta novela (a lo mejor el motilón es catedrático de Física) la estaba escribiendo mentalmente cuando veía hincharse al heliogábalo, palabro derivado de un individuo vasco llamado así y que comía por tres y por cuatro hasta que reventó y entró en el diccionario de la RAE. Cuando terminó con las existencias del guachinche, o con los posibles de sus padres, el motilón se levantó, eructando, y se fue a la casa de los viejitos. Esta tarde estará sentado en el muro de las medianías fumándose un porro con el colega, con la pata mala estirada y la cresta a todos los vientos, opinando de lo divino y de lo humano pero sin tener puta idea de nada.