tribuna

Clint Eastwood, candidato

Por José María Noguerol

Un juez de Madrid ha decidido, a última hora, presentarse a las elecciones europeas del próximo domingo. El problema, casi trágico, es que no se le puede votar en ningún sitio. Tampoco se le puede botar a ninguna parte, ni a la mar. Por eso, me acordé en ese instante de Carmela. Compartíamos solo una asignatura en aquel segundo ciclo de Filosofía de la Central de Barcelona: “Mecanicismo e hilemorfismo”, una suerte de regeneración aristotélica en octubre de 1978, promovida por un excesivo y escolástico departamento de Metafísica. Carmela se levantaba muy temprano para recorrer las fábricas del área metropolitana de Barcelona y repartir aquellos panfletos marxistas-leninistas de escritura confusa y mensaje abstruso. La tolerancia de la época hacía fácil la tarea madrugadora de Carmela. Por las tardes, trabajaba en un taller de joyería de Poble Nou que desaparecería con las olimpiadas. Virginia era un poco intolerante para las épocas, pero todo se compensaba con su catalán mesocrático de Sarrià-Sant Gervasi. Asidua del festival de Bayreuth y de alguna visita a Salzburgo, remataba sus aspiraciones profesionales con una querencia escéptica hacia Michel Foucault. Quizás por eso admiraba en soledad a Clint. Me lo confesó años más tarde, cuando acudíamos a un seminario clandestino sobre postestructuralismo y su relación con el Wiener Kreis. No me aclaraba, tampoco podía, qué Eastwood le gustaba, si Harry el sucio o el incipiente director que apuntaba maneras. Imposible referirse al fotógrafo de Los puentes de Madison porque aún no estaba en los guiones. Con Virginia, compartí la asignatura de José María Valverde, Los lenguajes de nuestro siglo. En una ocasión, cuando nos tocaba Lacan, acudieron increpantes tres grupos de representantes de tres interpretaciones distintas del filósofo francés. Casi llegan a las manos en el estrado ante la estupefacción de Valverde. El grupo más radical había anunciado su presencia con una pancarta en la entrada de la facultad. Todavía no existían espacios electorales gratuitos en las televisiones.
Carmela despreciaba estas actitudes pequeñoburguesas. Virginia repudiaba todo lo que afectara a su estética, educada en la tienda “Vinçon” de decoración y en la más depurada lectura de Adorno y sus compañeros de la escuela de Franckfurt. Contaba con mucha perspicacia la anécdota de cuando a Adorno se le desnudó una alumna en clase, ¿o fue a Marcuse?
No volví a ver a ninguna de las dos. Por eso me he acordado de ellas. De los obreros de las fábricas de la incipiente y despistada transición política -¿mereció la pena tanto esfuerzo y generosidad?- y de las asiduas a los festivales de música centroeuropeos. ¿Les afectará en su intención de voto el mesianismo a lo Clint de algún juez madrileño? O será, como decía Juan de Mairena, que no hay señoritos sino más bien señoritismo, “una forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede a veces observarse en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, la corbata o el lustre de las botas”.

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