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La ermita de San Telmo

El otro día, en esos raros ratos que me dedico a dar un paseo, me llegué a la ermita de San Telmo, que era paisaje habitual de mi infancia y juventud. En la trasera de la ermita daba luz una sola bombilla, que siempre rompíamos a pedradas los enamorados, por aquello de la intimidad, y que era repuesta con celo al día siguiente por el cabo Celso, de la Policía Municipal. Un día me dijo Celso: “Te tengo calado, tú eres uno de los que rompe la bombilla a pedradas”. Yo lo negué, naturalmente. En una de las garitas de la plaza de la ermita, situada en una esquina del fortín, que tenía una puerta metálica, vivía un tipo muy mal encarado, al que le faltaba una pierna, y a quien llamaban el Cojo de la Burra. Si le molestabas te lanzaba una bolsa con sus propios orines. Era un tipo muy sucio y con cara de sufrir de notable mala leche, seguramente derivada de sus propias desgracias: ser pobre de solemnidad y faltarle una pierna, debido probablemente a un accidente. Me han dicho que hoy en la plaza de la ermita, por la noche, las ratas hacen acto de presencia para devorar lo que dejan allí olvidado los paseantes, sobre los bancos de piedra. Una buena razón para que, de noche, se quede uno en casa. Hace muchos años que el cojo murió, ahora la iluminación es otra y el cabo Celso también nos dejó hace tiempo, así que ya nada es lo mismo en aquel entorno, que tiene historia de piratas. Y en la ermita, donde se venera a Pedro Telmo, cada domingo un cura extranjero, cualquiera que viniera al Puerto, canta -o cantaba- una concurrida misa. Guardo buen recuerdo de aquel paisaje, escenario de amores tan bonitos y tan lejanos.

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