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Laureles

En la noche de los tiempos, el único entretenimiento que había en mi pueblo era dar una vuelta a la plaza. Las chicas jóvenes nos venían de frente y nosotros caminábamos en sentido contrario. Nos parábamos a hablar con ellas en cada esquina de la plaza. La Plaza del Charco era todo: cancha de baloncesto, kiosco de música sobre el Bar Dinámico y parada de taxis. También jugábamos al hoyo con los boliches en las raíces de los enormes laureles de Indias que mandó a plantar mi bisabuelo, alcalde. Y también se desarrollaban en la plaza las tertulias, llamadas Cámara Alta y Cámara Baja, en el citado Dinámico; y Chanito Miranda dirigía una banda de música que los jueves tocaba, sí o sí, El Sitio de Zaragoza y otras piezas, muy celebradas sobre todo por los turistas, porque los portuenses estábamos hasta las bolas de escuchar siempre lo mismo. De los taxistas recuerdo a Pepe el Canasto, Manuel Chubasquito, Tamajón, Tomás ‘Bacalado’, Matías el concejal y algunos más que la nube de la memoria se lleva lejos. Una vez se pusieron de moda las rancheras Ford y algunos las compraron, con matrícula de Ceuta. Eran unos haigas estupendos, negros, que imponían. Coches fabricados para los Estados Unidos, algunos de los cuales entraron en Canarias, vía Ceuta, con lo que se ahorraban algunos impuestos porque se compraban usados. La plaza lo era todo, allí estaban los betuneros Paco, Agustín, un cojo y Patricio el Cagalera, que había sido bombero amateur y que había ayudado a sofocar uno de los dos grandes incendios que sufrió el hotel Taoro. Y estaba el Arte de Toledo, con un artista que me parece que se llamaba Secundino, que hacía maravillas con los hilos de oro. No me olvido de doña Efigenia, que desplegaba su kiosco de chufas los domingos, ni del carrito de Isabel, regentado por su hijo Manuel. Vamos a dejarlo ahí.

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