tribuna

Vicent, uno de aquellos

Por José María Noguerol

Está en sazón el último libro de Manuel Vicent, Una historia particular (Alfaguara, 2024). Una historia sobre su vida, la vida, y los últimos ochenta años, o más, de este país. “Este país”: así titulaba in illo tempore la revista Cambio16 sus páginas de nacional, con importante cabreo de los franquistas evanescentes. “Ese periodista del flequillo es un rojo”, me decía mi padre cuando pasábamos delante de la terraza del café Galicia, en el Cantón Grande coruñés. Era verano y Meirás, 1972, 73 y, desde luego, el flebítico 74, y mi padre se refería a Pepe Oneto, el gaditano simpático al que traté años después. Fue una generación de periodistas crecidos, formados y curtidos en el final de la dictadura, entre derribos del diario Madrid y secuestros de Cuadernos para el diálogo, Triunfo y Cambio16, entre otras muchas publicaciones. Vicent escribió por ahí y en la inclasificable Hermano lobo, un semanario satírico del tardofranquismo que me encantaba cuando estudiaba cuarto de Bachillerato sin reválida, trece añitos. Vicent siempre se me pega en el recuerdo a Luis Carandell y, por supuesto, a Juan Cueto y a Vicente Verdú, grandes escritores en El País irrepetible de los ochenta, del que tanto aprendimos.

Está muy bien su último libro, la historia particular que nos lleva de salto en salto por la Oceanía del recuerdo, la sátira y la nostalgia más melancólica. En los años de la movida que se movía poquito, nos reíamos y rebuscábamos con los artículos de Vicent, siempre geniales. En realidad, a los veintipocos años estábamos aprendiendo el lenguaje, digiriendo las formas, buscando una estética imperecedera que nos salvara para siempre. A mis alumnos de lengua de COU les ponía, a veces, como comentario de texto las piezas de Vicent. Quizás por barceloneses, las degustaban mejor que las de Umbral, puede que porque ellos eran muy de derechas y a Vicent no se le notaba tanto que era progre. Pero lo era más, con creces, que el resentido y triste escritor vallisoletano.

Disfruté mucho con Vicent, y lo sigo haciendo a ratos. Con algunos de sus libros anteriores, me quedé perplejo, o circunflejo: me pareció un acto fallido el que escribió sobre Carmen Díaz de Rivera, El azar de la mujer rubia. Sobre el azar, su azar, le quiso preguntar la noche del martes el periodista José María Brunet en el 24 horas de TVE, bueno, más bien del pontevedrés Fortes. Vicent actuó con montera y capa fina, a pesar de no gustarle nada los toros. Pero dijo dos cosas imperturbables: si la gente fuera más educada, con “la educación que se trae de casa”, no estaríamos como estamos. Se refería, claro, al ámbito de la política, en general, a la que calificó de tóxica, a la actual.

Por desgracia, todos aquellos periodistas que escribieron y pintaron la nunca bien ponderada Transición son irrepetibles, algunos irrecuperables y muchos desaparecidos. Y muchas. Nativel Preciado sigue ahí, lúcida y novelista. Y las fotógrafas Marisa Flórez y Queca Campillo: a Suárez no le habría salido la democracia sin ellas.

La novela de Vicent, autobiográfica en lo literal y literaria en lo biográfico, merece al menos dos lecturas: la rápida y casi crepuscular y metafórica, de un tirón. Y la fragmentaria, barthesiana y otoñal: estoy en ella.

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