El doctor Celestino González Padrón, que tiene calle en el Puerto de la Cruz, fue un gran médico especialista en aparato digestivo. Mi padre tenía buena amistad con él, que era un hombre antipático y distante para quien no lo conociera. Porque tenía un gran sentido del humor. En cierta ocasión me tragué una pipa de ciruela, yo tenía cuatro o cinco años, y mi madre fue corriendo, conmigo en brazos, a la Cruz Roja, que es donde pasaba consulta don Celestino González. Me miró, me dio un cachetito en la cara y a mi madre le dijo: “Rosa María, no te preocupes; lo único que puede pasar es que al niño le salga un ciruelo por el culo”. En otra ocasión estaban en una fiesta él, su esposa, Yaya Reimers, y mis padres, y apareció por allí una pesada que les metió un rollo tremendo sobre algo que no interesaba a ninguno de los cuatro. En un momento dado, el sabio doctor la paró en seco y le dijo: “Señora, ¿quiere usted tomar las de Villadiego?”. Y la otra se alejó, refunfuñando. El padre del doctor González, don Régulo, tocaba muy bien la guitarra, pero tenía la manía de afinarla antes de sus actuaciones y la sesión de afinación duraba una hora y el concierto un cuarto de hora. Los dejaba a todos con las ganas. Don Celestino González era un médico muy discreto, de pocas palabras, celoso de su privacidad y de su profesión. Una vez, a mi abuelo se le produjo una hemorragia interna, lo fui a buscar en mi coche y acudió a la finca de La Vizcaína, donde mi abuelo residía. Lo curó con ese producto lechoso que se utilizaba para la acidez. Mi abuelo, que entonces tenía 90 años, siguió aquí seis años más, con una gran calidad de vida.
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