El avance del autoritarismo, la fuerza de la demagogia, el dominio de lo políticamente conveniente o correcto, conducen inexorablemente a preguntarnos por la calidad de las cualidades y los hábitos democráticos, por su solidez y su autenticidad. Una pregunta que nos interpela precisamente por la necesidad de regeneración democrática que hoy precisa el mundo para vencer la tentación totalitaria, racista y xenófoba, en tantas latitudes ya muy presente en la vida pública. En efecto, es necesario regenerar la democracia. Y, para ello, nada mejor que volver a los principios, a la exigencia de un nivel ético elevado. Si la ética es, o debe ser, una condición intrínseca a la democracia, la situación actual, de omnipresencia de la corrupción en todas las dimensiones de la vida humana, nos invita a colocar los principios de la ética pública en el lugar que le corresponden. Y para ello hay que articular sistemas educativos que formen en los valores de la libertad solidaria y de la democracia en un ambiente de humanización de la realidad. Estamos olvidando los hábitos vitales de la democracia, esas cualidades que, en opinión del filósofo norteamericano John Devey, se resumen en la capacidad de perseguir un argumento, captar el punto de vista del otro, extender las fronteras de nuestra comprensión y debatir objetivos alternativos.
Los valores jurídicos del Estado de Derecho, en la construcción romano-germánica, tienen un obvio y evidente sustrato ético y moral. La misma esencia de la administración pública, conectada a conceptos como servicio, objetividad e interés general, es de orden axiológico. Primero porque surge para la protección de la dignidad humana y porque, segundo, en su desarrollo, el aparato público está vinculado a la justicia y muy especialmente a la objetividad, características del quehacer administrativo que en una democracia tienen un hondo significado ético. A pesar de los pesares, de la realidad en que vivimos, nunca a lo largo de toda la historia tantos han hablado tanto de ética y nunca quizás se haya conculcado tanto. La ética nos interesa porque el contenido material de las normas, la finalidad de las normas, debe orientarse en función de los valores del Estado de Derecho que, como sabemos, tienen una eminente deriva ética y moral. Si la forma no exterioriza valores, no es una verdadera norma jurídica, será una regla, pero no una norma propia del Estado de Derecho. En el interés actual por la ética hay razones circunstanciales, como los escándalos que nos sirve con mayor o menor intensidad y frecuencia la prensa diaria. Hay razones políticas en este interés desusado, porque la ética se ha convertido en un valor de primer orden o, cuando menos –hay que admitirlo-, como un valor para el mercadeo político. Hay también situaciones de desconcierto, ante las nuevas posibilidades que ofrece la técnica, que exigen una respuesta clarificadora. Pero hay, sobre todo, una razón de fondo que creo que justifica plenamente el interés por las cuestiones éticas, especialmente en un estudio sobre la forma jurídica, pues el Derecho Administrativo, concebido como el Derecho del poder público para la libertad solidaria de las personas, reclama que todas sus categorías e instituciones se orienten, especialmente los actos, normas y contratos, a esa misión constitucional del servicio objetivo del interés general. Algo que, a pesar de los pesares, es cada vez más necesario y urgente.