después del paréntesis

La solvencia de la muerte

Los muertos confirman: la maravilla de la creación, la ordinariez, el complot, la ruina, la vileza, el crimen o la guerra; no solo eso divulgan, sino que asientan los designios por lo que definitivamente fue, se acabó y en ellos se remató. Aquí todos los casos. Pongamos fulanita de tal, con padres adinerados, que salió de las Islas, se formó en Harvard, visitó laboratorios eximios, aspiró al Nobel, pero un enfisema pulmonar la mató sin que viniera a cuento. Ahí la escueta sentencia. La muerte ampara el distingo del ser. Fulanita de tal, en la que no cupo acomodo alguno con hombre, no tuvo hijos y no formó una familia porque lo suyo era la ciencia, de ese modo concluyó. La muerte acredita. Por más que la Isla quedara lejos y que los colores que por aquí se expanden no volvieran a visitarla jamás. Eso es la muerte. Por eso mi amigo Juan Gutiérrez decidió borrar toda huella de su existencia. Primero prohibió toda fotografía suya a su alrededor. Ese es el invento más pavoroso de la humanidad, decía. Perpetúa, las muy cabronas fotos perpetúan. Reproducen en el tiempo a quien ya se desconoce. Por eso destruyó todas las imágenes de su infancia, para que no hubiera confusión. O vuelven a presentarte a quienes ya no existen. O a ese paisaje fúlgido que nunca volverá, o a la playa florida que mojó tu cuerpo desnudo. Ni una sola foto. Por más guardaba en secreto sus documentos de identidad y sobre los que fue taxativo: no aparecerán en la faz de este mundo cuando ya no exista. Y tampoco se concedió concilio físico; nadie lo repetirá. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. Su rostro era una sucesión de atropellos que jamás tuvieron consistencia. Y alegó que no dejaría huella, que su cuerpo no sería enterrado en campo santo para la perpetuidad, que los últimos pasos que le quedaran de vida los usaría para lanzarse al abismo. Murió hace unos días. La comitiva fúnebre fue sobria. Allí nos encontramos todos los amigos a los que no supo traicionar. Quienes existimos existimos, tardo Juan Gutiérrez. Para esa constatación sirve la muerte. Y eso fue lo que sucedió. El magno Franz Kafka, al borde de la muerte por culpa de la tuberculosis, se aprestó a sancionar ante su amigo y albacea Max Brod: destruir en el fuego la obra fragmentaria que su otro guardaba y todo lo que encontrara en otras manos que no hubiese sido publicado por él. Pero Brod sabía ante quien se encontraba. Por eso no le hizo caso a la muerte, sino a la solvencia. De manera que hoy conocemos la obra inconclusa de Kafka (sus novelas) e, incluso, los divinos y proverbiales Diarios. La muerte confirma, se dijo Brod, no liquida. Y eso sucedió: no las graves mañas del infortunio, sino lo que el final, cada final revalida: ese soy yo.

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